Uno nunca sabe por qué pasan ciertas cosas. Ayer nomás me acordaba de vos, cuando te viniste desde Córdoba para saludarme. Había muerto María Emilia, 52 años, tana, corazón y lucha, cien por ciento garra y ternura, amor eso era, y yo amo a mi mama. Viniste porque mi vieja se había muerto. Te di un abrazo en la sala velatoria y no supe si reírme o llorar. Estaba contento de verte pero el ánimo andaba partido. A modo de vendas, me pusiste dos o tres palabras en la herida y después corriste de nuevo a la terminal, a tu Córdoba querida. Allá ibas a seguir tu vida.
Años antes nos habíamos pertenecido. Las horas libres, las mejores, las que sobran entre texto y texto, sirvieron para aliviar esa desesperación montañosa en que nos deslizamos los pendejos. Los inseguros por el futuro, por el mañana, por ¿habrá un trabajo o me moriré de hambre? ¿vale seguir estudiando? Gritemos que sí.
Ser amigo en la desesperanza, en la malaria, marca.
El último pucho compartido, te gustaba la hesperidina, de eso me acuerdo, y estabas enamorado de una rubia en el avión. Con ella te vas a casar te dijo una gitana en la vieja terminal. Y el Citroen, el 2 CV, que una tarde de viento casi remonta como un barrilete en aquella travesía a Sampacho. Íbamos a vender viajes a la nada para una agencia fantasma tan parecida a nosotros que nunca nos pagaron la comisión. Porque vendimos. Eras bueno con la lengua, Marcelo, hasta yo te creía cuando levantabas las cejas y preparabas un discurso guebeliano.
La primer ocurrencia fue irte a Buenos Aires. Te extraño hermano. Algunos llamados, visitas esporádicas. Y Córdoba en tu mente y en tu regreso a los orígenes. Y la gerencia que te dio esa capacidad innata por hacer, dirigir, crear y putear. Estaba bueno verte nervioso. Salían ideas y vendías. Cómo vendías…
Sí Marcelo, ahora estoy en eso de los boliches. Estamos creciendo loco, ahora podemos cenar afuera y pelearnos por pagar. ¡Ja! la vida es una sonrisa de primavera. Y la rubia se casa con vos ¿La gitana?…
No sé si está bien seguir contando lo que siguió. Los triunfos no se cuentan decía mi viejo. Ganamos todas las batallas, vos en Córdoba y yo aquí. Pero nos fuimos alejando. Tendríamos que habernos sabido.
El teléfono como salvavidas, la última navidad, una tardecita de otoño. Y la presunción de que me pudiste pedir ayuda. Al fin y al cabo Córdoba sigue estando tan cerca como cuando vos viniste porque murió mi vieja.
Cada vez que llega el día del amigo, y algunas tardecitas cuando el torbellino se calma, me acuerdo de vos Marcelo.
Tendrías que haberme llamado. No sé si te hubiera ayudado, pero tenía vendas, las mismas que vos me prestaste muchos años antes.
Claro que me lo reprocho. Vivir en la vorágine causa estos olvidos. Y los amigos se van, se mueren en esos silencios inentendibles en que nos escondemos.
Tendría que haberte llamado.
En esta noche de melancolía dulce, sin fronteras, el ruido sordo del teclado invade mi solitaria habitación. A veces mi computadora es un gato, ronronea. Pongo un disco de Serú Giran, me acuerdo de Abelardo Castillo, de un cuento suyo, de ese nudo que con los años sigue en la garganta y que todos necesitamos desatar. Esa es una respuesta acertada a los que me preguntan por qué escribo.
Por los amigos, por los que ya no están y por los que siguen.
Marcelo, feliz día a tu memoria.
R.L.