Por Pablo Callejón
Los gatos cruzaban entre las piernas de Don Héctor y en un salto destemplado subieron hasta la mesa de madera oscura, donde quedaron inmóviles, agazapados. En la sombra que dibujaban las cortinas de un naranja pálido, observaban petrificados al maestro que se mostraba indiferente a aquellos animales capaces de traspasar la barrera impermeable de la carne y rasguñar el alma. Uno de los gatos, con un pelaje gris plomizo, rebotó sobre un plato con pintura verde y las gotas salpicaron el telar que el maestro aún no había comenzado a utilizar. Don Héctor dibujó una sonrisa cómplice y displicente y aseguró que en todos los años de taller le había escrito un poema a cada una de sus alumnas. Podría parecer pretencioso, pero fue la pura verdad. La felicidad tiene siempre, o casi siempre, un cuerpo de mujer. Y aunque Don Héctor prefería pintar paisajes y callecitas de Alberdi, solo se sentaba a escribir cuando pensaba en ellas.
Don Salustiano Martínez le prometió una casa si contraía matrimonio con su hija. El panadero del barrio era un hombre de palabra y su promesa tenía el valor de un acta de escribano. Don Otegui estaba enamorado de Miguela del Carmen y aceptó la apuesta. En 1945 formalizaron su compromiso frente al altar y de aquel vínculo nacieron dos hijos: el técnico agrónomo y bancario Carlos Alberto y la médica patóloga Adriana, la mujer que fue sostén de la vida que Don Héctor decidió transitar a su antojo.
El pintor callejero siempre descartó las formas y mandatos del protocolo. La libertad que eligió estuvo relacionada con los momentos que le aseguraban felicidad. Y fue tan feliz que dilapidó demasiadas oportunidades de ganar dinero. “Tengo muchos premios, pero poca plata”, me reconoció. Sus cuadros habían alcanzado popularidad pero el viejo maestro le dedicaba poco tiempo al pragmático oficio del vendedor.
Como Atahualpa Yupanqui, Ricardo Mollo y Arturo Illia, el genial pintor, escultor y poeta nació en la pampa gringa de Pergamino. Fue un 13 de mayo de 1920, en medio de un mundo desangrado por la primera Guerra Mundial y la Argentina que miraba al puerto por la inmigración masiva de tanos y gallegos y el éxodo de granos que enriquecía a terratenientes de doble apellido. Héctor tenía solo dos años cuando su familia lo trasladó a Río Cuarto y descubrió al pueblo que se expandía a la vera de la estación del tren. Cuando era un joven de cuerpo atlético y paso desvaído decidió quedarse del lado de los humildes, en la barriada de ferroviarios y obreros que a partir de la década del 40 abrazarían la liturgia peronista como un credo de militancia solemne.
La vanidad era un lugar incómodo para un impostor de los actos oficiales. Don Héctor muchas veces no estaba allí aunque la foto protocolar lo incluyera levantando la placa de bronce frente a la cámara. A sus amigos les decía que la sordera que comenzó en la adolescencia le ayudaba en aquellos casos. Era una forma de escapar a la monotonía de los discursos arrogantes y las versiones acartonadas de su vida. El hombre de bigote Chevron y flequillo canoso hasta las cejas, aprovechaba los eventos para llamar la atención de las damas que intentaban presumirle al maestro.
Y al maestro no le importaban los horarios. Tenía la certeza de que ningún reloj podría ilustrar las muecas de la felicidad. En los talleres de pintura les reprochaba a los padres que se ocupaban poco de sus hijos. Les advertía que trabajaban demasiado y olvidaron cómo se remonta un barrilete y se amarra el hilo que provoca los mareos de un trompo de madera. Quienes viven apurados nunca descubren la forma de las nubes, ni caminan en punta de pies sobre senderos de gramilla evitando ocultar las piedras que se parecen. Don Héctor iba incluso más lejos. Se apropiaba de aquellos paisajes hasta representarlos en un cuadro.
Si le decían que solo pintaba cuadros viejos, se reía a carcajadas. “¿Qué quieren que pinte si voy camino a los 100 años?”, ironizaba. Sus imágenes tienen la tersura del pasto bordeado por un camino de hormigas, donde no hay veredas. La modernidad fue una persiana de neón y asfalto que no logró inspirar los otoños en el taller de pintura.
Cuando era un joven padre de familia, los domingos que ilustraba las sierras cordobesas respiraba profundo el perfume de los colores sobre la banqueta que guardaba en la luneta del viejo Citroen C3. Y a veces, solo para sobrevivir, aceptaba un trueque. Jamás cobraba a sus alumnos ni aceptó dinero de algún vecino del barrio. Sin embargo, nunca rechazó la invitación de un plato de cena.
Vivió pensando en el cuadro que haría el día después, aunque la casa estuviera colmada de pinturas que no aparecerían en un catálogo de ventas. Un día le inauguraron un museo y aquel halago sirvió para aliviar el depósito atiborrado de telares y marcos.
La última vez que lo vi se había sentado sobre la punta de la mesa y lucía cansado. Ese día, había compartido un brindis con los alumnos que decidieron inaugurar un taller de pintura a metros del barrio Limay. La noche anterior había dormido poco y el tiempo que tanto detestaba surgía como una advertencia de la vejez. Me preguntó cómo lo veía y le dije que parecía más joven que el hombre capaz de revivir un siglo. Comenzó a reír como un niño que sale de la escuela y me respondió que yo había resultado aún más mentiroso que él. Don Héctor estaba convencido de que podría recuperar la respiración y volver a pintar. Solo bastaba mirar a sus dedos marcando el pulso del aire para creerle.