Mamá era radical. Con orgullo contaba que al abuelo lo habían enterrado con la bandera roja y blanca cubriendo el ataúd.
La historia de mi viejo tuvo más sobresaltos. Nacido en Avellaneda, sus quince años coincidieron con la explosiva aparición de un ministro de trabajo llamado a transformar la historia del país.
Su temprana convicción fue revolucionaria en su vida. Con eso quiero decir que él, como toda revolución, nació en una casa y terminó en las calles.
Confesarse peronista le valió un violento golpe paterno que, literalmente, lo catapultó para siempre de su casa.
En la calle a los quince, aprendió a ganarse la vida y a afirmar su credo.
Antes que ninguno de mis compañeros del colegio, supe por mamá la anécdota de mi abuelo explicando en la comisaría, porqué no usaban el luto obligatorio. O las de papá, contadas a medio tono, de los fusilamientos fingidos y las palizas interminables en épocas de dictadura.
Así crecí, esas eran las charlas en mi casa.
Papá, mamá contando sus vidas a ambos lados de la historia y yo disfrutando de aquello.
Y aquí viene lo inolvidable.
En el 83 por primera vez la política se manifestaba plenamente a los adolescentes de entonces.
En esa época la tele transmitía en vivo recién a partir de las 22.
Y ahí estaba él.
Alfonsín en su último discurso de campaña.
Frente al Monumento a la Bandera, Alfonsín-candidato, le hablaba de tolerancia, de no violencia a un país dividido por el espanto.
“No hay dos pueblos. Hay dos dirigencias, dos posibilidades, pero hay un solo pueblo”, decía.
Sentí que de pronto alguien sintetizaba esa divergencia tan formidable y potente que se disfrutaba en casa, y que hoy se transformó en un negocio mezquino, malicioso y decadente.
Cuando el verde era sólo un color, Alfonsín exaltaba a la mujer, “que sufre las consecuencias de una sociedad anticuada y machista”.
“La bandera nacional debe ondear sobre las banderas partidarias”, exigía.
Después lo conocido: el preámbulo, el triunfo, el desastre económico y un viaje delirante al presente.
Fue la primera vez que un presidente electo le ofreció a su rival la presidencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Un peronista, León Arslanián, presidió la Cámara que juzgó a los militares en el Juicio a las Juntas.
¿Por qué el recuerdo? A diez años de su muerte la figura de hombres que intentaron otro país parecen ser la tabla a la que los náufragos de este tiempo tratamos de aferrarnos.
Hoy se habla de la pesada herencia. ¿Y si fuera al revés?
¿Y si nosotros, tuvieramos una deuda con el pasado?
Sepámoslo: la tenemos.
Tenemos una deuda con la historia, una deuda con el federalismo, una deuda con los partidos politicos, porque los partidos politicos no han aprendido a convivir.
Con Irigoyen, con De la Torre, Palacios, Perón, Eva, Illia y muchos más que no aparecen en listas sesgadas.
Argentina nunca terminó de transitar desde el autoritarismo a la democracia republicana plena, porque no supimos ni quisimos. Solo salió de las formas más crudas del autoritarismo. Porque se tomó la decisión desde el poder, de que el poder debía determinar a la ley y no al revés.
La convivencia no está en el centro del proyecto, la igualdad social tampoco. Lo que está en el centro del proyecto es el monopolio del poder.
Sábato decía que “la democracia es el único régimen que permite mantener vivos a los que quieren mejorarla”.
Habrá que pedirle algo más.
Argentina necesita mucho tiempo de gobiernos distintos que compartan el mismo proyecto de desarrollo.
Un proyecto de tolerancia, leyes e igualdad. Que por fin permita pagar las deudas con los despojados de esperanza, de futuro y de pan.
Que eso ocurra es altamente improbable, pero indispensable.
Por Pablo Ferrari