Por Pablo Callejón Periodista
Ves la fotografía de la frase en un pizarrón verde, escrita con tiza blanca y tenés un escalofrío que cala hondo, hasta los huesos, como calambres en el alma, sin la lírica de Charly. Mirar hacia el borde la cornisa y solo ver la profundidad del precipicio surge como un abismo intangible. No parece que vaya a suceder, pero la consulta apunta a interperlar la magnitud de lo que está en juego. Encontrarnos sentados sobre una calabaza y en ese instante en que la vida nos mira de reojo, la pregunta se impone como una cachetada fría e inesperada: ¿qué pasaría si no estuviera la Universidad?
Si no existiera no habría campus y pasarías por ruta 8 hacia Sol de Mayo con la displicencia que ofrecerían 165 hectáreas sin edificios, ni gente. La ciudad perdería el segundo presupuesto institucional, que solo en 2018 inyectó más de 1677 millones de pesos. Habría 1.800 docentes que ni siquiera hubieran alcanzado ese rol. Muchos de los 20 mil alumnos de cinco facultades perderían el sueño universitario imposibilitados de poder emigrar a Córdoba ó Buenos Aires y otros 4 mil jóvenes al año dejarían de preguntarse qué carrera elegir. No habría 700 alumnos de posgrado resueltos a perfeccionarse y unos 600 no docentes trabajarían en otro lugar, en el mejor de los casos.
No habría abanderados, ni escoltas. Nadie asistiría a recibir un diploma, la emoción de padres orgullosos se exportaría a otras capitales y los investigadores volverían a ser personajes ficcionales de la película del domingo.
La ciudad perdería alquileres, habría menos edificios y más departamentos vacíos. El boleto educativo sería un reclamo de secundarios, los colectivos ahorrarían kilómetros por recorrer, observaríamos demasiadas butacas vacías, habría menos trabajo. Sobrarían almacenes, kioscos, fotocopiadoras, bares, cafés, comercios, viajes desde la región. Conocerías menos abogados, contadores, enfermeros, comunicadores, veterinarios, ingenieros, biólogos, matemáticos y licenciados. Habría menos conocimiento.
¿Y vos? Imaginarme como un periodista sin diploma en la pared, sabe a poco. Quizás no me hubiese independizado a tiempo, ni hubiese repartido el arroz blanco en dos noches para poder pagar los apuntes. No hubiese caminado las 7 cuadras hasta el Esquinazo para desayunar un sábado, ni hubiese pasado un domingo en vela porque extrañaba. Mis buenos amigos no lo serían, ni tendría buenos recuerdos de las noches de Regims. Tampoco habría fotocopias en mi biblioteca sobre intelectuales de la escuela de Franckfurt, conocería menos de Piaget, Kapuscinski y la aguja hipodérmica. No hubiese mirado a mi compañera de vida, ni la hubiera encontrado 20 años después. Mi vieja no hubiese armado tantas docenas de empanadas, ni mi viejo trabajaría hasta la madrugada en el taller mecánico para solventar mis gastos universitarios. No habrían llegado las encomiendas de los viernes, ni serían necesarias las monedas del teléfono público. No sería periodista de Canal 13, ni habría participado de las salas de redacción de Puntal. Hoy ni siquiera estaría escribiendo este relato para mi programa de radio.
Fui parte de la Universidad de los 90, con paredes blancas y jardines prolijos. En aquellos años de Ley Federal de Educación y cultura menemista, se imponía la pregunta sobre de qué íbamos a vivir al elegir una carrera. Había metas individuales, despolitizadas, mercantilistas. La meritocracia y el atajo definían un tiempo que nos pegaba la ñata contra el vidrio del consumismo. Y aquel día que nos sentamos sobre una calabaza, hubo un anfiteatro repleto de voces que defendían la educación pública. El gobierno de Fernando De la Rúa con López Murphy en Economía lanzaba un feroz ajuste sustentado en la matriz del FMI. Las universidades despertaban como un bastión rebelde en ese país que se empujaba a si mismo hacia el precipicio. Una crisis donde sacaron los cuerpos de la plaza y el pueblo puso las alas.
La Universidad está. También sus docentes, alumnos y no docentes. La han sitiado, pero está. La embestida parece repetirse en un deja vu de políticas neoliberales y tecnócratas de perfume francés que nos llevan al Fondo. Es un modelo de país sobre la bicicleta financiera que siempre nos deja a pie. La pregunta no es una sentencia, es la interpelación a nuestra conciencia. ¿Y si no estuviera?