«Será difícil encontrar muchas coincidencias en torno de lo que significó aquella explosión popular que pasó a la historia nacional como el cordobazo, a pesar de que nos separan de aquel día escasos 40 años y de que muchos de sus protagonistas y de quienes fuimos espectadores estamos vivos y, creo, en nuestras cabales. Obreros y estudiantes, derrocaron a Onganía…»
Por Ernesto Ponsati – Como suele suceder en los accidentes, los recuerdos de los testigos pueden no coincidir a pesar de haber estado en el mismo lugar y a la misma hora y de haber sido parte de un mismo proceso, aquel proceso que culminó en esas horas dramáticas en las que buena parte de la sociedad cordobesa se acopló espontáneamente a la protesta encabezada por un movimiento obrero que acababa de unificarse para esta precisa acción. Es tanta la confusión que no se sabe a ciencia cierta cuántas personas murieron en aquella jornada, aunque al anochecer del 29 de mayo de 1969 en las redacciones locales se las calculaba en una treintena.
Dos de sus principales actores, Agustín Tosco e Hipólito Atilio López, han muerto en circunstancias parecidas, víctimas ambos de la persecución de elementos armados que luego aparecerían aplicando el terrorismo de Estado en la dictadura militar. López fue acribillado a balazos por la Triple A; y un año más tarde, en 1975, Tosco murió a raíz de una enfermedad mal atendida debido a su aislamiento, en una clandestinidad obligada por aquel acoso.
También murieron Felipe Alberti (Luz y Fuerza) y Jorge Canelles (activista del gremio de la construcción) y Tomás Carmen Di Toffino (Luz y Fuerza), que desapareció en 1976 luego de ser secuestrado por la patota de La Perla. Y años atrás falleció Elpidio Torres, quien fuera jefe del combativo sindicato de mecánicos, personaje clave en el Cordobazo aún descontento por la primacía que en general se otorga a la figura de Agustín Tosco.
Esta nota también dará preponderancia a la influencia del líder lucifuercista, sin intentar por ello hacer una apología del dirigente sindical nacido en Coronel Moldes. Lejos está de nuestro empeño la idea mágica de la intervención de personajes iluminados, y el mismo Tosco jamás dio motivo para que alguien lo considerara de esa manera.
Los episodios como el Cordobazo se generan cuando la sociedad alcanza un grado de conciencia tal que la enfrenta abiertamente con un régimen dictatorial como el que sojuzgaba a los argentinos en ese tiempo. Es la fuerza del conjunto la que se expresa, aunque detrás de ella fuerza es que reconocer el aporte de dirigentes lúcidos capaces de encauzar las manifestaciones sociales y ayudarlas a encontrar un rumbo hacia la democracia.
Por eso conviene rastrear los orígenes del Cordobazo años más atrás, en los inicios mismos de la autodenominada Revolución Argentina. El 28 de junio de 1966 las Fuerzas Armadas derrocaron al presidente radical Arturo Umberto Illia. Condujo el golpe -y asumió en presencia y con el beneplácito de empinados caciques sindicales- un teniente general que había sido titular de la Dirección de Remonta y Veterinaria del Ejército.
Parco de palabras y escaso de ideas -es fama que sus proclamas y comunicados nacieron de la pluma de Mariano Grondona-, Juan Carlos Onganía prometió un proceso que no tendría plazos sino objetivos. Primero vendría un tiempo económico; a éste le seguiría un tiempo social, cuando se comenzaría a gozar de los beneficios del esfuerzo realizado; y por último llegaría el tiempo político, cuando los argentinos recuperarían a sus instituciones; eso si se portaban bien. Como no había plazos, nadie podía entrever la duración del «onganiato»; pero sus allegados más íntimos calculaban sotto voce aquel plazo en unos 20 años, más o menos.
La verdad es que se instauraba un régimen de privilegio y fuertemente autoritario, y eso lo supimos pronto, muy pronto. En julio fueron arrasadas las universidades con brutalidad castrense, en lo que se conoció como «la noche de los bastones largos».
Se suprimieron la libertad de cátedra y el gobierno tripartito, y por cierto las casas de altos estudios quedaron intervenidas; muchos que hoy se dicen democráticos aprovecharon para ingresar a la docencia universitaria por la ventana, mientras la mayoría de los cerebros más brillantes emprendieron el camino del exilio.
Los estudiantes se lanzaron a las calles a defender sus derechos y la democracia, sólo para ser metódicamente apaleados por una policía que había sido provista de carta blanca y de elementos modernos.
Para dar fuerza simbólica a ese elitismo, en agosto Onganía concurre a la tradicional muestra de la Sociedad Rural Argentina (SRA), y hace su ingreso en una carroza tirada por caballos y con palafreneros de librea.
Por supuesto, fue aplaudido con fervor por lo más granado de la alta sociedad argentina, enrolada en un conservadorismo ultracatólico y, como en Córdoba, muchas veces admiradora de las ideas de don José Antonio Primo de Rivera y aquí y en todo el país, siempre heredera de la Legión Cívica.
Casi en coincidencia con esa aparición teatral y de boato monárquico en la SRA, Luz y Fuerza de Córdoba publicaba una solicitada que, bajo el título de Signos Negativos, planteaba una ácida crítica al gobierno de facto y reclamaba, más que medidas correctivas, un profundo cambio de rumbo. Algunas de ellas mantienen vigencia cuatro décadas después. Nadie atendió esos reclamos, pero en ese texto de Agustín Tosco se levantaba el primer mojón hacia el Cordobazo.
Un mes más tarde fue asesinado, en una protesta callejera, Santiago Pampillón, estudiante y obrero de IME. Esa misma noche se produjo la primera toma del barrio Clínicas por los estudiantes, un acto espontáneo que traería secuelas. En medio de la noche, en una calle del oscurecido sector, un grupo de jóvenes interpeló a los ocupantes de un jeep carrozado verde, que se había detenido frente a una fogata. ¿Quiénes son? «Somos de Luz y Fuerza», respondieron desde dentro del vehículo.
Allí se plantó el segundo mojón en el camino al Cordobazo. La primera ocupación del barrio fue, se dijo, espontánea. La protagonizaron estudiantes independientes que entonces no se sentían cercanos a la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) y que luego se agruparían en los Comandos de Resistencia Santiago Pampillón (CRSP, o simplemente «los pampi»). Con ellos, Tosco extendió la red opositora que estaba formando.
Un año antes, el líder lucifuercista había conocido la revista Cristianismo y Revolución, que fundó y dirigía Juan García Elorrio, y representaba una corriente de pensamiento católica acorde con los planteos de la Iglesia posconciliar. Tosco no solamente leyó con atención esos textos -también lo hizo con la encíclica papal Populorum Progressio-, sino que ellos le facilitaron en ese mismo año 1966 la base para vincularse con los sectores católicos más progresistas, que ya orbitaban en torno al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.
¿Es necesario decir que allí se asentó un tercer mojón hacia el Cordobazo? Tosco tenía la capacidad de comprender las líneas generales de la política del momento y de ensamblarlas y coordinarlas para guiarlas hacia un objetivo. Desplegaba hacia fuera los mismos diseños que empleaba en su sindicato. Allí lo acompañaban peronistas (mayoritariamente), radicales, comunistas, independientes, socialistas… y hasta un dirigente llegado de las filas del Partido Demócrata. En fin, todo aquel que deseara aportar a la causa de la dignidad de los trabajadores.
Por eso no eran extraños sus contactos con dirigentes políticos, sin diferencias.
Había un plano en el que las cosas no se desarrollaban como anhelaba el espíritu inquieto de Tosco, y ese plano era precisamente el de su actividad, el del sindicalismo. Onganía gobernaba entonces con mano férrea con el silencio cómplice de los principales sindicatos nacionales.
Desde el principio, se trazó en ese terreno una divisoria de aguas entre los que confiaban en la negociación y postergaban cualquier movimiento que los acercara a la ruptura con la Casa Rosada, y los que pretendían hacer una oposición firme, a partir de los postulados del programa de La Falda. Los primeros fueron rápidamente tildados de dialoguistas, y al poco tiempo de colaboracionistas, con la connotación que sugiere este último término; los segundos se dijeron combativos y empujaban sin éxito para movilizar a la CGT Nacional. Desde Azopardo 802 les respondía el silencio.
Empero, la dictadura apretaba el acelerador con escasa o ninguna prudencia. El tiempo económico no era otro que un tiempo de ajuste feroz, por aplicación de las recomendaciones del FMI. El achicamiento del gasto y la proclamada eficiencia empresarial constituían el norte de la administración de Onganía, y en 1967, de un plumazo, se decretó el cierre de una docena de ingenios azucareros tucumanos, de los treinta y pico que funcionaban en la provincia.
Para dar una idea del golpe social que representó, hay que apuntar que hacia 1965 la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA) tenía afiliados unos 100.000 trabajadores, entre obreros del surco y de fábrica, por lo que el golpe condenó a la miseria y el desarraigo a por lo menos unas 30.000 familias.
Hubo reacción popular, por supuesto, y represión brutal. Allí quedó el cadáver de Hilda Guerrero de Molina, como muestra de que la autodenominada Revolución Argentina no se ponía límites a la hora de aplicar sus medicinas.
Y a todo esto, ¿qué era del movimiento obrero organizado, qué era de la CGT?
Ya se habló del ánimo contemplativo -para no llamarlo cómplice- con el que los burócratas encaramados en la conducción de la CGT acompañaban los hechos del onganiato. De modo que no fue extraño que, entre los gremios combativos, pronto se comenzaran a plantear profundas diferencias con lo que llamaban «la burocracia sindical» y a identificarla con el régimen dictatorial.
Eso llevó a enfrentamientos que al principio sólo se manifestaron en lo retórico, pero que años más tarde tendrían sus consecuencias. En camino hacia la profundización de la resistencia a la dictadura, la oportunidad de saldar algunas cuentas fue el congreso normalizador de la CGT, de marzo de 1968. En ese cónclave, Luz y Fuerza de Córdoba funcionó junto a un grupo de sindicatos independientes de tendencia izquierdista, como ya lo venía haciendo.
Pero lo novedoso fue la confluencia con los sectores peronistas y socialcristianos de avanzada que lideraba el obrero gráfico Raimundo Ongaro. La presión de del oficialismo cegetista no fue suficiente para atemperar los ánimos de los rebeldes y, como en otras ocasiones, la «central única» terminó quebrándose.
Los colaboracionistas, en mayoría, se quedaron con la casa de Azopardo 802; la minoría combativa, liderada por Ongaro, se trasladó a la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, y creó la CGT de los Argentinos.
Esto tendría su correlato en nuestra ciudad, pues Tosco se alineó con el sector combativo y planteó en la Regional Córdoba la adhesión a la CGT de los Argentinos (CGTA). Su propuesta no fue aceptada por los principales gremios industriales, como SMATA y la UOM, y tampoco por los trabajadores del transporte público.
Pero, si bien integrada por sindicatos de menor número de afiliados y escasa capacidad de acción, una mayoría de organizaciones respaldó la iniciativa, y aquí, en esta ciudad, la CGT de los Argentinos se quedó con la casa de avenida Vélez Sarsfield que hoy pertenece a la Lotería de Córdoba. Otro mojón en el camino hacia el cordobazo, pues el nucleamiento, empujado por Luz y Fuerza, pasó a encabezar sin vacilaciones una especie de frente policlasista democrático y popular.
Visto en perspectiva, parece la coronación de los esfuerzos de Tosco. Pero no era así: aún le faltaba densidad y experiencia. El régimen estaba firme y la mayor fuerza popular, compuesta por los obreros industriales, aún no se había sumado al empeño por enfrentarlo.
Los hechos de 1968 dejaron clara esa insuficiencia. Ese año pasó casi sin sucesos que motivaran la esperanza de imponer algún cambio en un gobierno que se mostraba monolítico e inmune a las presiones surgidas del seno del pueblo.
Un viaje de Ongaro a Córdoba dio la pauta de la debilidad objetiva de la CGTA. Se programó un acto frente al local de Vélez Sarsfield segunda cuadra para escuchar a Ongaro. El fuerte dispositivo policial impidió la concentración, hubo corridas y detenciones (entre ellas la del lucifuercista Alberto Caffaratti, secuestrado y desaparecido en enero de 1976, cuando aún María Estela Martínez de Perón era presidenta), pero la concentración no se hizo.
Ongaro tuvo un momento para arengar a medio centenar de dirigentes y militantes en el viejo local de Luz y Fuerza, en calle San Jerónimo. Esa noche, la iniciativa la tuvieron nuevamente los estudiantes, que tomaron otra vez el barrio Clínicas. Ongaro, por su parte, lanzó un discurso encendido en el que sostuvo que con el valor del pueblo resultaba suficiente para enfrentar a los tanques. Era su estilo.
Pero si la oposición a la vista -que por entonces sólo estaba integrada por una parte del movimiento obrero, los estudiantes y algunos partidos de izquierda- no cuajaba en acciones significativas, los equipos de Onganía se las arreglaban con medidas cada vez más impopulares para mantener vivas las tensiones.
En Córdoba, esa impasse fue aprovechada por el interventor Carlos Caballero, un católico ultramontano, para poner a punto un proyecto que, él y sus íntimos confiaban, podría adelantar el tiempo político, encaminándolo por rumbos afines al pensamiento del régimen. A través de unos nada novedosos «consejos asesores», de corte corporativista, aspiraba a nuclear a todos los sectores activos de la sociedad incorporándolos según su origen: empresarios, obreros, profesionales, etcétera.
La sociedad vaciló ante la propuesta, y la primera voz de alerta provino, otra vez, de la CGTA, donde se comenzó a denunciar el proyecto por sus raíces fascistas. No se sabe si la idea tuvo buena acogida en la Casa Rosada, pero es posible que, dado el hecho de la creciente soledad del gobierno, haya tenido por lo menos un guiño favorable. Se alteraban los tiempos establecidos en junio de 1966, pero había una oportunidad, aunque sea vaga, de institucionalizar a la llamada Revolución Argentina más allá del ámbito castrense.
Mientras tanto, comenzaba aquel fantástico y conmocionado año 1969. El clima de asamblea y las protestas se reactivaron con el regreso de los estudiantes a las universidades. Las autoridades respondieron con su único argumento, su marca registrada: una fuerte represión, que de todas formas comenzó a mostrarse insuficiente ante la multiplicación actos y manifestaciones.
Poco a poco fue aumentando la violencia de la respuesta y, a pocos días del Cordobazo, murieron dos estudiantes en Corrientes y Rosario, lo que creó, junto con las protestas en la Universidad de Tucumán, un estado de tensión que comenzó a cubrir todo el país. En Córdoba se recibían esas noticias con creciente inquietud. El estudiantado, esta vez con una FUC remozada y activa, se encontraba movilizado y en ebullición.
El gobierno vino a intervenir nuevamente, como si se esmerara en echar más leña a una hoguera que ya tendía a descontrolarse. Dispuso la suspensión de las llamadas quitas zonales, un beneficio convencional que favorecía a los obreros mecánicos, aquellos de las terminales automotrices afiliados al SMATA, el sindicato que conducía Torres y que se ubicaba en la CGT Legalista (CGTL), opuesta a la CGTA en la que militaba Tosco. Si algo faltaba para unir a los dos sectores gremiales era una provocación de ese calibre.
Tosco y Torres no tenían buen feeling, pero se sentaron a dialogar. No puedo establecer con exactitud de dónde partió la iniciativa, y perdí hace ya mucho tiempo la oportunidad de hacerlo, acaso porque nunca supuse que estaría escribiendo sobre el Cordobazo a cuarenta años del hecho. Lo que es posiblemente cierto, es que Lucio Garzón Maceda -tal vez proporcione su versión en un libro de pronta aparición- fue quien facilitó el encuentro, y ambos líderes sindicales hablaron en el restaurante El Manantial, de propiedad del periodista Sergio Villarruel. La conversación fue, si se quiere, breve. Conocedores del escenario, trazaron la táctica para un combate que no tenía secretos.
Tosco, harto de los paros convencionales «para tomar mate», postulaba un paro activo, con abandono de los lugares de trabajo y una concentración en el centro de la ciudad. Ese plan se aprobó en dos plenarios que realizaron, por separado pero simultáneamente, las dos CGT.
El abandono de tareas se produciría a las 10 de la mañana del día 29, y tras el acto el paro de actividades continuaría hasta las 24 del día 30. Un detalle, que todos advertimos, es que, cualquiera sea el punto de vista que se usara, que con esa unidad en la acción se había formado una masa crítica que auguraba un verdadero estallido social. La suerte estaba echada.
Para colmo, el gobierno no había tenido, días antes, mejor idea que reprimir con el escuadrón de caballería una asamblea de mecánicos realizada en el Córdoba Sport Club, un estadio donde se realizaban matches de boxeo, en la calle Alvear, frente a la sinagoga. Los afiliados del SMATA quedaron más que predispuestos para el siguiente encontronazo.
Así es que los días previos fueron de febriles preparativos. En todos los talleres se fabricaron gomeras y se prepararon bulones y recortes de hierro para enfrentar a una policía que, como ya lo había hecho antes, usaría armas de fuego además de las pistolas de gases. Hubo inconvenientes con las bombas molotov, que en algún momento se negaron a arder; pero un cambio de ácido fue suficiente para poner las cosas en orden. Todo lo demás estaría en el ánimo de los manifestantes y en su determinación para enfrentarse a los uniformados.
Caballero también advirtió lo grave de la situación, y pidió ayuda a Buenos Aires. Estaba convencido de que solamente sacando el ejército a las calles se podría frenar una protesta que se preveía como la más grande en la historia de esta ciudad. Pero no lo escucharon. Qué papel jugaron en esa decisión protagonistas de peso, jefes castrenses de primera línea, sería motivo de un análisis mucho más extenso. Lo definitivo es que Caballero fue abandonado a su suerte, y sólo le quedó el recurso de traer policías del interior provincial para reforzar sus fuerzas. Y así amaneció, en vigilia de armas, el 29 de mayo de 1969.
El plan sindical se fue cumpliendo tal cual se había previsto. Desde el sur se movilizaron miles de trabajadores del SMATA. Desde el sudeste, avanzaron los obreros de los complejos fabriles de Ferreyra. En el oeste se movilizaron los estudiantes, progresando desde la zona del Clínicas hacia el centro. En el norte comenzó a moverse el sindicato de Luz y Fuerza, y más tarde, cerca de las 13, aparecieron por avenida General Paz y el Mercado Norte operarios de fábricas como Ilasa y otras.
La policía resistió cuanto pudo, pero poco a poco fue superada en todos los puntos donde estableció defensas, como la zona de la vieja Terminal de Ómnibus, los puentes sobre la Cañada, el trayecto de las avenidas Colón y Olmos. Particularmente, los afiliados al SMATA se tomaron revancha frente al escuadrón de caballería, derrotándolo frente a la Terminal.
La policía terminó refugiada en la Plaza San Martín, donde, en el Cabildo, estaba la Jefatura; sólo dejó piquetes que sobre vehículos recorrían diversos sectores para detener a los activistas. Uno de ellos atacó el diario Córdoba, golpeando a un operario, pero el episodio fue de menor gravedad. A propósito: la edición del día llegó a imprimirse pero no se distribuyó. No había canillitas que lo vocearan, ni gente que lo comprara.
Un título catástrofe cubría todo el ancho de la primera página: «La ciudad llora sus muertos».
Lo que nadie había calculado, ocurrió: la masiva adhesión y participación del pueblo cordobés, que le puso una lápida al gobierno de Caballero e hirió de muerte a la dictadura. Las Flores, Güemes, Yofre,
San Vicente, grandes sectores de Alta Córdoba, y por supuesto Alberdi, se plegaron a la protesta; hasta en Nueva Córdoba y el Centro hubo ejemplos de esa adhesión.
Es decir, el Cordobazo fue organizado al detalle. Lo espontáneo fue la reacción popular, que explicaba el humo de cientos de fuegos que se elevaba hacia el cielo de una tarde de aspecto triste
A las cinco de la tarde entró el ejército, mientras la población parecía contener la respiración. Los ánimos comenzaron a aplacarse, salvo un apagón con el que Luz y Fuerza recordó su presencia y disparos aislados que no se sabía a ciencia cierta de dónde provenían. No encontré evidencias terminantes de francotiradores, pero es posible que se hicieran para inquietar a los bisoños soldados.
Al día siguiente fueron detenidos Tosco, Torres y otros dirigentes, y sometidos a consejo de guerra. Las penas máximas recayeron sobre ellos dos, más Jorge Canelles, a quien habría perjudicado su condición de dirigente comunista.
Qué dejó el Cordobazo es algo también muy largo de analizar, y la tarea corresponde a sociólogos e historiadores. Fue un ejemplo de dignidad popular, es solamente un aspecto parcial y casi limitado a lo ético. La expresión de una maduración política de la sociedad, es una afirmación cierta pero que también nos deja muy lejos.
Hay que mencionar que en ese día se pueden ubicar los nombres de los primeros jefes de Montoneros y también de algunos que luego pertenecieron al ERP, nos ubicaría en una minoría ínfima. En fin, que hay muchas verdades pero todas referidas a facetas específicas. Habría que unirlas en un mosaico para interpretarlas, y aun así con el riesgo de no acertar en el diseño, de producir un esperpento.
Tal vez lo más claro que quede de esos días -pero tan solamente de esos días- sea aquella consigna coreada por miles de personas, que exhortaba a luchar «por un gobierno obrero, obrero y popular». Qué lejos parecen cuarenta años.
* Periodista. En 1969, trabajaba en el vespertino diario Córdoba. Fue colaborador de Agustín Tosco. Actualmente es Director periodístico de Hoy Día Córdoba.
Nota publicada por www.prensared.com.ar