Para tener un panorama lo más objetivo posible de la situación, hay que escuchar ambas campanas y exponer con claridad sus argumentos, ya que tanto el gobierno nacional como los productores agropecuarios actúan como ángeles y demonios a la vez.
Los elevados niveles – ya confiscatorios- de las retenciones a los productos exportables del campo, más el establecimiento arbitrario de controles de precios, el desmantelamiento del sector ganadero y de productores lácteos entre otros, darían la sensación, sin que hasta ahora nadie lo haya dicho con toda claridad, de que se ha instalado un socialismo agrario en Argentina.
Los países que ingresaron al socialismo (Rusia en 1917, los países del este europeo como Hungría, la ex – Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria, Yugoeslavia y Rumania a partir de la invasión y sometimiento ruso que soportaron desde 1945 a 1989, China desde 1949, Corea del Norte desde 1948 y Cuba desde 1959, más varios países árabes y africanos convertidos al socialismo luego de sus independencias como colonias en los años ´60 y ‘70), iniciaron sus políticas económicas aboliendo la propiedad privada de las tierras rurales, con el objetivo, al decir de ellos, de “eliminar a la burguesía oligarca y a los grandes latifundios terratenientes parásitos”, permitiendo solamente la propiedad privada a minúsculos productores próximos a una economía familiar de autoconsumo y subsistencia, y por debajo de la dimensión de una unidad económica en términos de la economía de mercado (en Rusia, se permitió la propiedad privada sólo en predios de hasta 15 has).
Luego, muchos países latinoamericanos y africanos con gobiernos nacionalistas, iniciarían a partir de los años `50 varias experiencias de reforma agraria (expropiación y redistribución de la tierra): Bolivia en 1953, Venezuela, Colombia y Costa Rica en 1961, Chile en 1962, Ecuador y Perú en 1964, y más recientemente Venezuela en el 2001 al asumir Chávez y Bolivia en el 2007 con Evo Morales. México se adelantó a todos ellos y la hizo en 1915. La reforma agraria, como política de estado, fue muy debatida y estudiada, pero casi todas esas experiencias fracasaron y hoy el tema está pasado de moda. Ya nadie habla de reforma agraria, salvo Evo Morales en Bolivia y Hugo Chávez en Venezuela (ambos soportando por ello grandes desabastecimientos de alimentos, que en un 80% ahora los tienen que importar).
Sin embargo, en puntas de pie y sin decirlo abiertamente, el gobierno argentino aplica los principios de esa filosofía, aunque con mayor sutileza y eficiencia que aquellas experiencias nacionalistas y/o socialistas fracasadas: no se confisca la propiedad de la tierra sino directamente gran parte de su rentabilidad, que en los hechos lleva prácticamente al mismo resultado. En otras palabras, se mantiene privada la propiedad y administración de los campos, pero el estado se apropia de más de la mitad de sus utilidades. Es el socio principal, mayoritario e invisible del sector. El mejor ejemplo de socialismo de mercado: existe propiedad privada pero “el gran hermano” (el estado) se apropia de las ganancias para repartirlas. Y si el productor no está de acuerdo? Que venda su campo y se dedique a otra cosa, dicen.
Las justificaciones de las autoridades nacionales respecto a esta política económica deben también escucharse con atención pues no son menores: (a) las retenciones y controles de precio mantienen bajo el precio interno de los alimentos para así aumentar el poder adquisitivo de los ingresos de la población; (b) el sector alcanzó superganancias desde hace 5 años, gracias al dólar alto que artificialmente mantiene el Estado a través de las masivas compras de la divisa que hace diariamente el BCRA; (c) el estado logra así grandes recursos tributarios para distribuirlos a la población a través de su política de subsidios generalizados, para mejorar la distribución de ingresos entre sectores de la sociedad; (d) con las retenciones el estado le subsidia al campo insumos básicos tales como electricidad, gas, combustibles líquidos, transporte, etc.; y (e) si se eliminaran las retenciones y a cambio el gobierno dejara libre al dólar, éste caería a alrededor de $ 2, lo cual tendría un efecto similar a una retención del 40%. En este caso, no habría apropiación estatal de las ganancias del productor, pero el daño vendría por un dólar bajo, como ocurrió en los 11 años de la convertibilidad de Cavallo (1991-2001) período en que el campo argentino tuvo grandes pérdidas y se descapitalizó. Por último está la ganancia oculta obtenida por la suba del precio de los campos (en la pampa húmeda, una suba de promedio de 1.000 dólares la hectárea por año, desde el 2003).
Por su parte, los productores agropecuarios también tienen sus razones y bien fundadas. El campo genera los actuales superávits mellizos – el fiscal y el del comercio exterior – de los que tanto se lucen y vanaglorian las autoridades nacionales. En efecto, si se eliminaran las retenciones, el estado argentino pasaría a tener déficit fiscal. Por su parte, si el campo dejara de producir y exportar, las exportaciones totales caerían a la mitad y serían inferiores a las importaciones que ya están en los u$s 45.000 millones anuales, con lo cual tendríamos una grave crisis en la Balanza de Pagos.
También el campo ha generado en estos últimos 5 años más de la mitad de los u$s 50.000 millones de reservas que acumula el BCRA con los ingresos de divisas que originan sus exportaciones ya sea como materias primas o como manufacturas de origen agropecuario. A su vez, los ahorros generados en el campo en los últimos 5 años se volcaron masivamente a las ciudades a la compra de inmuebles lo cual explica en gran parte la reactivación de la construcción urbana a niveles nunca vistos y la consiguiente disminución en la tasa de desocupación desde el 20% en el 2001 al actual 8%.
Algo similar ocurrió con sus compras masivas de equipamiento, maquinaria agrícola, vehículos y agroquímicos, lo que contribuyó a reactivar esas industrias. Adicionalmente, el campo también ayuda al desarrollo industrial al proveerle materias primas (cereales, carne, leche, cuero, lana, algodón, etc.) a precios muy inferiores a los internacionales, con lo cual ayuda a incrementar la rentabilidad y la competitividad de miles de empresas industriales transformadora de sus productos.
Nos guste o no, el campo argentino ha sido y es la columna vertebral del país desde hace 130 años, cuando empezó su gran desarrollo a partir de la presidencia de Julio A. Roca en 1880, quién con su campaña del desierto incorporó a la producción 30 millones de las mejores hectáreas de la pampa argentina con epicentro en Buenos Aires y hasta Río Cuarto y Santa Rosa de La Pampa al oeste, llegando con sus soldados hasta la costa norte del Río Negro en el sur, epopeya positiva para la producción nacional, pero cuestionable tanto en términos de la matanza de 15.000 indios como en la posterior arbitraria distribución gratuita de esas las mejores tierras del país, entre sus parientes y amigos, que al ser tierras fiscales, esa gran piñata nacional constituyó la primera “mega-corrupción” en el país.
Más tarde, fue el campo a lo largo de todo el siglo XX que mediante sus exportaciones generó al estado los impuestos al comercio exterior que financiaban las grandes obras de infraestructura (hasta 1935 no existían los impuestos a las ganancias y demás tributos que hoy conocemos, pues el sistema tributario se basaba en los impuestos al comercio exterior) y además las exportaciones del campo permitían el ingreso de las divisas que financiaron el surgimiento de la industria nacional (ésta importaba maquinaria y equipamiento gracias a las divisas que generaba el campo).
Entonces, qué hacer?
Hay que reconocer que las retenciones son justificables hasta cierto punto, más allá del cual se corre el riesgo de matar a la gallina de los huevos de oro (en mi opinión, hasta un 20% serían razonable). Además de ese límite, las retenciones se justificarían si fueran destinadas en un 100% a un Fondo para Infraestructura, Energía y Desarrollo Regional, administrado por un consejo de representantes de las provincias. Al no tener un destino específico e ir a rentas generales, se diluyen en innumerables subsidios con alto contenido político, escasa o casi nula transparencia y de dudosa eficiencia económica: subsidios y prebendas a sindicalistas y sindicatos, a comprar gobernadores e intendentes que amenacen con tener independencia de criterio, a subsidiar a grandes grupos económicos empresarios allegados al poder sin una necesidad debidamente fundada, etcétera.
También es cierto que una parte de los productores agropecuarios son simpatizantes del gobierno nacional, o sin llegar a serlo votan cada dos años por sus candidatos, e incluso algunos de ellos, con patrimonios de millones de dólares llegan a ser altos funcionarios de un gobierno que les confisca la rentabilidad, esto hace que se observen contradicciones. No obstante el grueso de los productores están reclamando una mesa de diálogo y concertación por el bien de todo el país.
Por Ramón Frediani
Economista, Instituto de Economía, UNC