Balada de la gambeta – Opinión

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Ortega se mira en el tablero gigante del Monumental y aquella imagen se le parece. El video muestra al arquero ridiculizado, a la espera de que no haya testigos por el pase dulzón a la red que lo dejó impotente. Como los niños que cierran los ojos para no enfrentar las risotadas después de un resbalón en el patio de la escuela. El  10 con pinta de pibe desgarbado, quebró la cintura tantas veces como la física lo creyó posible, embistió al defensa con el vértigo de un colectivo en madrugada y soltó el empeine creando una leve circunferencia, para que la pelota se deslice sobre el borde del botín y despegue insolente por sobre el manotón absurdo del portero.
A cada cambio de escena se sumaban los hermanos del Burrito argumentando porque resultaba inverosímil que el niño al que todos elegían primero en las pisaditas del potrero de Ledesma, podría recorrer 1350 kilómetros en colectivo para disputarle al destino un lugar en las inferiores de River.  Y Ariel lloró al escucharlos, y se emocionaron sus hijos. Y los hinchas le pidieron una tregua al tiempo que decomisa los últimos minutos del héroe en su coliseo.
Sobre la San Martín, el estrado implacable que absolvió y condenó  el fútbol de los millonarios, como un tribunal supremo de paladar negro, los más chicos se regodearon con esos personajes salidos de un cuento con brisa de mar. Ariel, El Príncipe, El Muñeco ó Sorín fueron protagonistas estelares de esa historia que ahora también hace llorar a sus papás.
En su paso por La Banda, Ortega pegó un par de portazos que parecieron definitivos, aunque solo reprodujeron los pretextos para despabilar recuerdos.  En los 90 fue socio de Francescoli y Crespo en la conquista de América y protagonizó la redundancia de gloria en el fútbol nacional.  En la selección perdió la última estación de París por cabecear a un holandés con cara de Pinocho y vió caer el arco argentino tras un pase de 60 metros que Bergkamp desvió a la red. En su raid por Europa, pasó por Sampdoria, Parma y Valencia, hasta decidir el retorno y formar un ataque con fantásticos que se contaban de a cuatro. De aquella delantera de elite junto a Aimar, Saviola y Angel, solo él partiría para volver, como una obstinada pretensión de la historia que se valida en las mieles del reencuentro.
Los turcos del Fenerbahce le cerraron las puertas de Estambul cuando Ariel se les plantó con la nostalgia de un atardecer jujeño y el regreso solo fue posible desde el puerto de Rosario. Allí fue campeón con el Newells de Gallego y duplicó la insolencia la tarde que le hizo dos goles a su River. Verdugo sin culpas, frente a los hinchas decididos a sellar un contrato de perdón eterno, cerró el puño de su mano derecha y la golpeó mil veces sobre la palma de la otra para que el club ponga “la platita” que garantice la vuelta a casa.
El último título millonario, asociado a los goles de Falcao, lo tuvo en el poster central, escondido entre una nube de papelitos furiosos sobre el estrado de madera. 17 años después de su debut, Ariel ya penaba los rastros de madrugadas arteras y River comenzaba a dormitar sobre la hierba de su noche más negra.
El pase entre líneas a su hijo, la tarde que lo despidió del fútbol, fue el último guiño a la estirpe del Monumental. Como un artilugio probado de la genética, el niño miró hacia la derecha y le pegó al palo izquierdo de un arquero que aceptó el ardid. Luego se dejó caer en los brazos del crack, mientras los miles que gozaban de la escena coreaban el nombre de papá.
“Gracias Dios por hacerme de River”, dijo antes de arroparse en esa música que solo disfrutan los que antes  mistificaron sus acordes. En esa fiesta sin orquestas, Ortega volvió a mentirnos con su despedida. Y otra vez le creímos, con la certeza cómplice de quien no espera morir por un desengaño.

Por Pablo Callejón (callejonpablo@yahoo.com.ar)
En Facebook: Pablo Callejón

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