Ola de protestas en Brasil

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Las calles de Brasil piden a gritos una revisión democrática del sistema de prioridades.

Desde hace  semanas viene suscitándose en Brasil una ola de protestas, cuyo disparador fue el aumento de la tarifa de transporte público, pero que se extendió hacia consignas más globales y diversas. Así, el reclamo inicial hizo las veces de chispa que enciende la mecha.

Las manifestaciones se llevaron a cabo en las principales ciudades del país, dejando como saldo cinco  fallecidos y centenares de heridos. En su expresión máxima, alrededor de un millón de personas se concentraron en las calles bajo las consignas del movimiento Pase Livre. Si bien con el correr de los días las manifestaciones parecen disiparse, se espera que  continúen, con la participación de otras organizaciones y sindicatos.

A esta altura, las protestas se extienden contra la corrupción, el desmejoramiento de los servicios públicos  y los gastos ocasionados por la Copa Confederación,  el Mundial 2014 y las Olimpíadas 2016. Lo que se pone de manifiesto en Brasil, el país que consolida su inserción internacional, su liderazgo en América del Sur y que aspira a una banca permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, es un profundo malestar puertas adentro, que el crecimiento económico, acompañado por  políticas de integración y reducción de desigualdades sociales no han podido subsanar. Brasil se preparaba para la fiesta cuando en las calles explotó el rechazo al orden de prioridades en el destino de los fondos públicos, la necesidad de respuestas contundentes  a la problemática de la distribución de la riqueza, de la corrupción, de la inflación y contra las insuficiencias  del sistema de salud, de educación y  de transporte público.

El estado brasileño, se ve obligado a canalizar las demandas y ofrecer respuestas traducidas en reformas políticas de envergadura, a los fines de evitar  que se profundice la violencia. En este sentido, Dilma Rousseff que se definió abrumada por la situación en primera instancia, no tardó en reconocer la legitimidad de los reclamos y en intentar ofrecer salidas institucionales, intuyendo o a sabiendas de que la persistencia de un sistema depende de su capacidad de canalizar demandas y transformarlas en respuestas, dentro de su legalidad.

En uno y otro extremo la historia más reciente ofrece ejemplos en este sentido. En el caso Argentino las movilizaciones iniciadas en durante la gestión  Menemista, que se extendieron hasta la llegada de Kirchner, devenidas en piquetes, cacerolazos y en su máxima “que se vayan todos”,  fueron absorbidas por el Estado a través de planes sociales e incorporando a sus líderes a la arena política. En otra geografía, bajo otras circunstancias y en un contexto social, económico y fundamentalmente político distinto, durante la llamada “primavera árabe” cayeron regímenes que, lejos de dar respuestas a las demandas, se replegaron sobre sí mismos, cerrándose hasta su colpaso.

Teniendo en cuenta que realidades tan disímiles son inconmensurables, se intenta poner en evidencia que, estructuralmente el sistema político debe ofrecer salidas dentro de su propia órbita institucional y que bajo esta línea trabaja Brasil: reconociendo a un movimiento que tiene líderes visibles, conciencia política, formación ideológica y consignas claras (que la oposición no ignora); al que el Estado no solo reconoció como “legítimo”, que no es poco decir, sino que además y principalmente se expresó ante la corrupción como “crimen hediondo” al que es necesario condenar con penas más duras, anunció que  llevará a cabo inversiones por 25 mil millones de dólares,  comprometió a los principales dirigentes con cinco pactos en los órdenes de  salud, educación, transporte público, control fiscal y que planea concretar una reforma política postergada, que resolverá mediante plebiscito, intentando atender a lo que la calle pide a gritos; que el camino hacia el “orden y progreso” sea asfaltado de una revisión democrática del sistema de prioridades.

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