Todos los años alguien te pide que escribas para el Día del Padre. Entonces tu corazón pasa a ser el órgano más sensible y comienza a sonar raro y se parece a un tambor de las pelis de Tarzán. También te ocurre buscar las palabras y las letras para contar los tres o cuatro abrazos que te dio el viejo. Eran otros tiempos, puro machismo varonil. Y los hombres no lloran. Ni se emocionan. En la búsqueda, en esos pocos abrazos anda la ternura. Mi papá era un mastodonte, gigante, aparecía de pronto y jugaba a asustarte. Y te reías con él. Con los años te pusiste tan parecido. Tan callado. Tan hombre que te quedaron abrazos a montones. Es tan bueno escribir de tu viejo, volves al taller de la calle Mendoza y ahí anda, camina entre ácidos, cajas y alquitrán y clientes y fiados que no anotaba y su bondad en baldes. Tu viejo era muy buen tipo. Todos te dicen. Hace tan poco y tan cerca cobraba la jubilación que lo enojaba. Y se acordaba de otro peronismo. Y una tarde me dijo que Alfonsín era buena gente. Y después, ante tanta estafa, subía a su bicicleta de laburante, metía dos pedaleos fuertes y desaparecía entre la melancolía de solitario, de viudo y de varón de tango, de macho. Acumulas el recuerdo de sus días de niño peón, que recogía la cosecha con la mano y que con el propio orín descongelaba sus dedos y la palabra patrón que él decía con respeto. Siempre elegía al boquita de Madurga y vos que nunca te animaste a jugar al folklore entre hinchas. Y un pariente te dijo que River era mejor y te hiciste de. Y escuchaban la radio los domingos en el patio. Cada uno haciendo fuerza, sin gritar los goles, o gritándolos sin sonidos. Como gritan los hombres que quieren, que se quieren en silencio, tal vez la manera más fuerte de querer…
r.l.