Hija, tenés razón

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* Por Pablo Callejón

Hija, tenés razón. Aquellas fotos, algún video, eso que dijeron, quizás podrían probarlo. Diego fue muchas cosas y también, fue a veces machista. Nunca negó sus errores y miserias, aunque otros se encargaron de mostrarlas, de escarbar sobre las llagas de las heridas abiertas para el flash de un paparazzi. Pero, vos tenés razón amor, siempre la tuviste. No hay legados patriarcales que sirvan. El mundo diverso que defendés es el único posible. Ese lugar donde no importa el sexo de las personas, sino cuánto se amen. Un mundo sin princesas que esperen ser besadas, ni príncipes que se adueñen de tus zapatos. Tu mundo es el que prefiero. Más libre, más justo, más feminista. Un lugar donde te vistas como quieras y camines sin miedo por las calles que elijas. Siempre tuviste razón hija, no cargues más con mis dioses. No busques en mi tristeza los motivos para querer a ese Dios venerado en sus milagros y sus bajezas. Tu corazón sabrá encontrar mejores inspiraciones que las mías. Serán argumentos menos contradictorios y permisivos. Y a pesar de ello, quiero contarte de estos calambres en el alma por la muerte del Diego.

Nunca creí en los valores de los superhéroes. Me resultan detestables las constelaciones de sujetos inmaculados que hacen siempre lo correcto y besan a la chica más linda al final de la película. Lo sabés porque nunca las hice dormir con cuentos de hadas ni revistas de comics. Siempre preferí inventar las historias. Y allí aparecían sapos con traumas infantiles, leonas que no aprobaban las materias de la escuela, renacuajos que armaban parrandas en el bosque y un príncipe sin apuros por conquistar a bellas doncellas, al que apodamos el Enzo. Eran tan improvisados los relatos que no lograba recordarlos. Con Sabi se mataban de la risa cuando al otro día me preguntaban detalles de los cuentos y quedaban expuestas mis faltas a la memoria. Por alguna razón, preferíamos que los valientes protagonistas tuvieran a veces miedo, las utopías que buscaban los hicieran enredar en sus propias torpezas y a veces, sin más razones que la propia vida, defraudaran hasta a sus propios amigos.

Quizás no hubiese logrado gambetear a tanto inglés, ni apilar esa maraña de lungos belgas o pudiera ver caer los Dornier alemanes, sino hubiera transcurrido por una existencia siempre provocadora. Las mismas elites que detestan al villero que redujo a la mundanidad los lujos más irreverentes, son la representación del poder aristocrático del fútbol que debió claudicar ante la prepotencia de sus obras maestras. Hija, saber quiénes se alejaban del Diego me acercó mucho más a él. Nunca desestimó sus orígenes y se ramificó en un pueblo que lo venera. Es bandera de los más humildes y se transfigura en la tinta azul que surca los poros de una piel agrietada por las carencias de la vida. Se hizo mural de sus paredes y el rostro que desafía en sus remeras. Y hasta las Madres y Abuelas de la Plaza lo acogieron en sus pañuelos de memoria y justicia social. Si ellas adoraron su lucha, cómo no iban a llorar su muerte.

Mi amor, no quiero convencerte de nada. Tus razones se explican mejor que mis contradicciones. No espero abrazarte por Diego. Tendremos otros motivos, serán los tuyos y resultarán más justos. Será en la certeza de heroínas que nunca permitirían que alguien les diga qué hacer. Te escribo para no enredarme en esta angustia que me impide explicar por qué amo tanto a un hombre al que podría recriminarle tantas cosas. Contarte por qué siento que mi vida y mis propias convicciones, necesitan de los imposibles del Diego. Saber que mis propias miserias, agachadas, flaquezas y errores, no buscan ser subsanadas por un ser intachable que podría servir para lavar mis culpas.

Jazmín, como verás, no tengo todo resuelto. Es difícil explicar cómo alguien puede llorar de emoción cuando sus hijas pasan de grado y al mismo tiempo, caer desconsolado en una siesta de noviembre por la muerte de un jugador de fútbol. Soy esa plena conjugación de emociones contradictorias y arteras que me impiden despojarme de mi propia historia. Ese hombre que sacaba pecho en la cancha y arrastraba huracanes fuera de ella, estuvo siempre del lado de los que luchan contra el mismo sistema que fortalece los mandatos del patriarcado. A su modo, como pudo, se plantó ante cada uno de los poderes de facto. Hizo lo que nadie hubiera podido hacer. Y yo amaba eso.

Ya se, hablé demasiado hija. Tantas palabras que no podrían justificar los méritos de tus fundamentos. Los días que prefiero son los que definen tus certezas de un tiempo más justo y diverso. Y para alcanzarlos, necesitamos de nuestros amores, incluso los imperfectos. Esos amores desmesurados que impulsan mareas y hacen dudar a los tenedores del poder. Un amor de pertenencia de clase, que inspire la rebelión de los que nunca negocian sus orígenes. Tan divino y vulgar como los Dioses que veneramos a pesar de sus actos sublimes y abyectos. Como en ese amor infinito por Diego, que se revela inclaudicable hasta en mis propias contradicciones.

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