* Por Pablo Callejón
Yo soy María Belén. Han dicho que soy muchas cosas, pero siempre me llamaron por mi nombre. Nací en Río Cuarto, no recuerdo exactamente donde, creo que en el viejo Hospital. Nunca me gustó la ciudad y con el transcurrir del relato sabrán comprender por qué. Siempre viví en Holmberg, o casi siempre. El primario lo hice en la escuela Cornelio Saavedra. En aquel tiempo existía la discriminación y las cargadas, no era tan fácil como hoy. Mis compañeros no jugaban conmigo, ni se me acercaban. Lo que les cuento es a calzón quitado. Yo era un mariquita, el putito, el travesti. Toda mi vida fui mariconcita, no tuve que elegir nada, siempre fui así.
Desde los 7 años supe que el pan se ganaba trabajando. Cuando era solo una niña ayudaba a quitar los yuyos y colaboraba en el campo. Mi papá había muerto dos meses después de mi nacimiento y mi mamá no podía con todos. Éramos 8 hermanos y la plata nunca alcanzaba, nunca. A los 15 años me fui a Buenos Aires. Un primo me convenció de cumplir una suplencia en la colocación de etiquetas con fechas de vencimiento en un laboratorio medicinal. Lo que me pagaban me alcanzaba para vivir y enviar ayuda a mi familia. Uno de los doctores a cargo en mi área me ofreció quedarme, pero me exigió que estudiara. Antes de sacar los libros, necesitaba saber donde vivir. El médico me alquiló un lugar y hasta firmó el contrato. Los compañeros de trabajo hicieron el resto. Uno me prestó un colchón, el otro una cobija y hasta me donaron algunos cubiertos. En las horas libres me perfeccioné en ayudante técnica química pero al cumplir los 19, tuve que volver. El Laboratorio fue trasladado a Brasil y mi mamá no quería que me fuera tan lejos.
Cuando regresé al pueblo estaba más mariquita todavía. En Buenos Aires me pintaba como en un juego, pero acá tuve que esconderlo todo. Solo me maquillaba y vestía de mujer cuando mi mamá se iba a dormir. No quería verla sufrir, pero un tío se dio cuenta y le advirtió: “andá a ver lo que hace tu hijo después de las 10”. Y mi mamá vino. Un día cayó cuando yo estaba toda arreglada. Me golpeó la puerta y me escondí debajo de la mesa. Ella me dijo que me había estado espiando por la ventana. Con mucha vergüenza me levanté y creo que no pude mirarla a los ojos. Lo único que me pidió fue que no tuviera tan colorada la boca. Yo me pintaba con un rojo que parecía resplandeciente.
A la vieja le costó aceptar lo que yo era. No estaba preparada. La mujer de aquellos años paría un macho o una hembra, nada más. Sin embargo, nunca me pidió explicaciones y me empezó a llamar como todos en Holmberg. Yo era María Belén.
Y un día me animé y empecé a salir a la calle vestida como mujer. En Río Cuarto ya estaban Marcela Tissera, la Pinky y Eliana Alcaraz. Era difícil, pero decidí salir con ellas. La Policía nos detenía por usar pantalones ajustados y nos daban hasta 20 días. Cuando me fijaba en la imputación, el registro policial me acusaba de “usar ropa no adecuada al sexo”. Las detenciones siguieron con argumentos menos originales. Nos llevaban presas por “homosexulalidad exhibicionista” o “prostitución”, aunque yo no trabajaba de eso. En realidad, nos detenían por ser mariquitas. Solo tenían que inventar los cargos y listo. Adentro de la comisaría la pasé muy mal. Ellos eran los dueños de nuestras vidas. Tenían un ensañamiento con las travestis y las chicas que trabajaban en Alberdi. Nos metían en los calabozos de arriba y abusaban de nosotras. Después nos obligaban a entrar al baño con dos o tres presos para que nos violaran. Nosotros habíamos logrado una buena relación y los detenidos nos hacían la gamba. Hacíamos ruido como si pasara algo y después salían subiéndose los pantalones, pero no había pasado nada. Ni se les ocurra preguntar si los denunciábamos. Cuando íbamos a Tribunales salíamos calladitas. Por la noche nos apaleaban con machetes y las marcas nos servían de advertencia. Disculpen, no puedo evitar llorar. Esto no lo había contado nunca. Cada vez que nos hacían re cagar nos advertían: “ya van a aprender a ser hombres, putos de mierda”. No sé que aprendimos, pero nunca dejé de tener miedo. No podíamos quejarnos ni denunciarlo con nadie. Las que trabajaban en las calles les tenían que entregar todo el dinero sin chistar. Recuerdo a una chica de San Luis, a quien la golpearon hasta sacarse la mandíbula de lugar. A veces nos desnudaban en el patio para que los otros presos nos vieran. Yo tenía 22 años.
Cuando me hice las lolas a los 29, las cosas habían cambiado un poco. Nos detenían pero ya no abusaban de nosotras. Algunas chicas se habían animado a hablar y cuando realizaban la denuncia les advertían a los jueces que la peor parte se la llevaban las travestis. Una de las compañeras era más corajuda y les prendía fuego los colchones. Habían dejado de callarse. Empezaron a inventarnos entonces causas más complejas. Un día me acusaron de andar con cheques robados y dijeron que me harían boleta. Le pegaban con un palo al escritorio y daban miedo. No me olvide nunca de eso. Disculpen, estoy llorando otra vez. No me olvido y no los olvido. Decidí no salir más. Ni a los bailes, ni de compras, ni al médico, a nada. Me encerré en mi casa, lejos del centro y la Policía. Recuerdan que les dije que no me gusta la ciudad y ahora entienden mejor por qué. Volví a trabajar al campo y busqué empleo en sectores donde no podían verme. Me dieron un lugar en el frigorífico Bonetto, hasta que conseguí trabajo en Telecom. Me pedían que saliera a vender líneas telefónicas y afuera estaban ellos. Para que la Policía no me reconociera volví a vestirme como hombre. Salía a caminar con saco y corbata. Y aunque ya no era yo, nunca pude desprenderme del miedo.
Un día me trasladaron a Villa María y allí seguí vistiéndome como un hombre. Aproveché el sueldo estable para juntar una platita y comprar dos kilos de azúcar, dos kilos de yerba, tres latas de tomate. Todo sirvió para armar un pequeño quiosquito y volver a Holmberg. Hoy gracias a Dios y la Virgen tengo una despensa. Vivo en mi casa, no salgo. Hace 8 meses que no voy a Río Cuarto. No creo que a esta altura del partido me pase algo, pero tengo un trauma, creo que así le dicen. Mi familia me pide que salga y los visite, pero prefiero quedarme en casa. Acá me siento segura.
A mi negocio vienen todos. Y en aquel tiempo venían ellos. Me dejaban a sus hijos y se iban. Yo los cuidaba como si fueran míos aunque en ese momento no lo eran. Al principio cuidaba a un hermanito que murió asfixiado por sus padres en la cama. Después nació la nena y comenzaron a dejarla. Al hermanito más grande le daban una mamadera con mate cocido para dormirlo y después, lo dejaban solo. Un día me entregaron a la beba enferma. Tenía 16 días y estaba mal. La llevé al médico y le diagnosticaron neumonía y desnutrición. Estuve un mes con ella al lado, no me separé nunca. La madre jamás vino a visitarla. Cuando le dieron el alta, me trajeron al hermano. Estaba con el mismo cuadro clínico y debió pasar 20 días internado. No me separé de él. A la beba la cuidaron entre mi mamá y mi hermana. Un día la pesadilla terminó y los tres volvimos a casa. La doctora Matilde Glineur Berne que venía haciendo el seguimiento, comentó el caso en Tribunales. Se ve que a mí también me seguían. Al salir del Hospital me llegó una citación de la Justicia para que me presentara junto a los niños. Fui a la Policía y les dije que no podía llevarlos a Río Cuarto sin la autorización de los padres. Me respondieron que vaya tranquila, que la citación era del juez. Cuando llegué al edificio, me esperaba Varela Geuna. En aquella oficina del subsuelo me dijo que ya sabía qué clase de persona soy. Me leyeron un expediente con todo lo que habían investigado y no tenían ninguna queja de nada. Me preguntaron si no tenía problemas en que las criaturas se quedaran en mi casa hasta resolver la situación. Los padres no podían tenerla, el hombre era adicto y la mujer estaba en la calle. Yo me había encariñado y acepté sin dudarlo.
Un año después volví a Tribunales porque tenía que anotar al varoncito en la escuela. El juez me propuso una guarda provisoria y mi familia al principio no quiso. Había temor de que un día se los llevaran sin entender que los amábamos tanto. Pero aquella guarda provisoria se convirtió en una guarda a secas, sin ningún otro atenuante.
Comencé a soñar con la adopción y Varela Geuna admitió que no iba a ser fácil. Me explicó que no existía jurisprudencia en el país sobre la adopción de niños por parte de una travesti, pero no se resignó. “Vamos a ir por todo”, afirmó y yo le creí. Con su secretaría María José, que era un sol, y la doctora Matilde comenzamos una lucha que duraría varios años.
Hice todos los papeles para que fuera legal. Buscaba que no me pudieran reprochar nada. El juez nos pedía todo y cada cosa que solicitaba la buscaba hasta encontrarla. Nadie me cerró las puertas. Pero en un momento mi esfuerzo no fue suficiente. Necesitaba una abogada y contratamos a la sobrina de Matilde. Juntamos papeles hasta que fueron suficientes. En el 2010 me llegó un comunicado para que me presente nuevamente en Tribunales. Fui temblando. Ya no estaba Varela Geuna en la causa y todo había quedado en manos de una jueza. Era una buena mujer y me dijo que nunca había tratado con alguien como yo. Hasta me pidió disculpas por si decía alguna palabra inconveniente, como si estuviera aprendiendo algo. Antes del fallo definitivo, fue necesario sumar una firma. Las travestis tenemos una esperanza de vida que no pasa los 40 años. Con suerte, llegamos a los 50. Mi hermana tuvo que aceptar que se quedaría con mis hijos si me llevaba la muerte. Y aquí estoy. Que Dios y la Virgen me de unos años más, porque estoy por cumplir los 50.
Al final me llegó el papel que decía que era la mamá de mis hijos. Al lado de la partida de nacimiento, bien al costadito, estaba la firma del juez que aclaraba como quedaban las cosas. Lo que me sorprendió es que en cada papel, desde el primer día, Varela Geuna escribió mi nombre real. Ante los ojos de la Justicia siempre fui María Belén.
Mis hijos nunca me preguntaron nada, no quieren saber. María Belén es un libro abierto, no oculta nada. Los que me conocen saben quién soy. Ellos nunca se sintieron menos. En mi familia no hay diferencias entre los de sangre y los adoptados. El más grande va a cumplir en abril los 18 años y quiere ser Policía. No entiendo mucho, pero va a ingresar un año como soldado voluntario en el Batallón para que le resulte más fácil entrar después a la fuerza. Yo lo apoyo como siempre. Y él lo sabe. A veces se va a bailar a Sampacho y hasta que no vuelve, yo tampoco duermo. No sé cómo será cuando me venga con una novia. Supongo que esta sensación la tendrán todas las mamás. No quiero pensar demasiado en eso. Hoy soy feliz y no me falta nada, aunque a veces no pueda darles todo. Quise contarles por primera vez mi historia. Cosas que nunca antes había contado. Ahora que soy feliz puede resultar más fácil. No hay nada que ocultar. Yo soy María Belén.