Por Pablo Callejón
Desgraciados que nunca aguardaron un vuelo en el aeropuerto Malpensa de Milán, luego de un viaje de placer que les permitiera descrubir la imponencia de Il Duomo, un paseo por la galería de Vittorio Emannuele y la ópera más famosa del mundo en el Teatro Alla Scala. De aquel viaje por Italia llegó el primer argentino contagiado por Coronavirus. Luego arribarían otros viajeros infectados del virus que al principio fue importado en un mundo hiperconectado y se convirtió en un mal comunitario que nos obligó al encierro y el aislamiento. Ni siquiera la desgracia de vivir en hogares pobres, hacinados, sin agua potable y lejos, muy lejos del aeropuerto, les impidió que hasta el virus y la muerte se enseñara con sus pesadas vidas de necesidades y urgencias.
Les dijeron que la enfermedad nacida de un plato de murciélagos en China afecta a todos por igual, sin distinciones de clase. Y pronto, demasiado rápido, pudieron ver que no es así. Supieron que en algún momento los pudientes se resguardan en sus hogares con agua corriente, alcohol en gel y barbijos. Advirtieron que ellos pudieron aislarse en habitaciones cómodas y cálidas, donde nunca faltó el internet ni el delivery del súper. Comprobaron que al principio los ricos y de clase media portaron el virus, pero “el bicho” es ahora un mal circula por las villas y barrios carenciados, donde el protocolo es un privilegio que se acaba en el grifo vacío. Y esa maldita suerte para la desgracia ya no es una broma de la televisión de los años 60.
Los desgraciados hacen largas colas frente a los bancos y las oficinas del Correo. Algunos los acusan de vivir a costa del Estado. Son los veedores que sacan cuentas a su antojo y les endilgan cifras millonarias que no se ocuparán de probar. Y aunque les impidan volver a la changa, pedir un laburo en la obra y peregrinar las calles con pastelitos de membrillo, la meritocracia de los burócratas del pensar será motivo suficiente para hacerlos caer una vez más en desgracia.
Dicen que viajan en canoas desde el Paraguay, se embarazan de apuro, roban para no trabajar y se quedan cómodamente en esas casuchas de techos de nylon, confiados en que recibirán los planes que pagamos todos y todas con los impuestos. Son los desgraciados que nada podrán decir de los millones transferidos a las arcas de empresarios que se niegan a gastar sus ahorros en el salario de sus empleados. Los subsidios a la especulación financiera y la timba con bonistas de Wall Street tienen mejor prensa que la vianda de comida caliente en la fila del comedor. Pero nadie se sienta a escuchar a los que no causan gracia.
Los desgraciados no se aíslan. Comparten sus carencias en laberintos confusos de precarias viviendas, donde no hay lugar para cuarentenas. Se abrazan por la mañana, esperan sobre los mismos tablones de madera la copa de leche y se unen al picado donde nadie les prohibirá algún roce. En la villa no hay demasiado lugar para las matemáticas. La distancia es con los otros, los de afuera. Y a veces es solo un juego publicitario de la niña descalza con los brazos desnudos que participa espontáneamente de la foto en Twitter. El set de barbijos y el botellón de lavandina servirán para mitigar la espera del agua que vieron correr por la mañana temprano y volverá, con algo de suerte, por la noche.
Los respiradores de las terapias son una apuesta a socializar si el virus se desbanda y se prevén lugares para los que caigan en desgracia. Los enfermos con hogares cómodos aguardarán en sus casas y los otros, serán recluidos en pabellones colmados de camas hospitalarias. El virus no discrimina, pero selecciona. En la pobreza se reducen las defensas que promocionan los analistas de la televisión. Y el juicio de los que observan por la ventana sentencia a los que confían del otro lado de la reja por el milagro de una changa.
Los desgraciados pierden el empleo y hacen colas frente al supermercado con tarjetas de poco crédito. La pobreza es un gesto desigual del sistema que los parió. Y al final del año, seis de cada diez niños, niñas y adolescentes argentinos caerán en la misma desgracia. Otros 60 millones en el mundo serán aún más pobres. La pandemia visibilizó los males de las plagas que el capitalismo se ocupó de moldear mucho antes. La supuesta normalidad será una moneda que por desgracia siempre les caerá en cruz.
Los contagios se cuentan por cientos en las villas que pierden a sus voceros de gargantas poderosas, por culpa de gerentes resueltos a decidir sobre sus vidas y sus muertes. El virus se ensañó finalmente con la pobreza sin gracia, como se ensañan los pesares que el mercado termina de diferenciar según el poder adquisitivo. Ni siquiera fue un consuelo el mal de todos. La salud, como la enfermedad, tiene su propio ajuste de cuentas. Y siempre caen ellos, los desgraciados.