Por Pablo Callejón
No se conocían entre sí. No eran parte de una banda, ni se reunían con los mismos amigos. Convivían en diferentes barrios y ninguno de ellos hubiera sido registrado por el otro. El único motivo que pudo reunirlos fue la muerte. Los asesinaron a sangre fría, en medio de un tumulto de trompadas y filo de cuchillos y en la intempestiva potestad de una pistola humeante. Los cuerpos hallados fueron siete y uno de ellos, pertenecía a un niño de 14 años. Fue tal la soledad, que ni siquiera la sirena esperanzadora de una ambulancia llegó en socorro de las víctimas. Los que aún agonizaban fueron trasladados al Hospital en la parte trasera de un móvil policial ó en vehículos que conducían los propios vecinos. En solo 39 días, la vida fue una moneda de cambio que la Parca dejó caer en cruz.
Franco extrañaba a su mamá. La mujer había muerto de cáncer tres años antes y el niño caminaba la ribera del río buscando sus propios pasos. Las fotos en su sitio de Facebook advertían una tristeza rebelde y vulnerable. Cuando la fuerza de los golpes se disiparon y callaron los gritos de violencia, Franco confió en volver a abrazar a su madre. En el barrio aún se escuchaban disparos y corridas de motocicletas. Esa misma noche, dos jóvenes fueron apuñalados en calles de Alberdi. La crónica policial reveló que pudieron evitar la muerte y no se conocieron sus nombres.
Diego era papá de una hija de 8 años. A pocos metros del lugar donde asesinaron a Franco recibió un balazo que solo le otorgó algunas horas más de vida. Quien habría disparado sería un adolescente que resultó detenido junto a un hombre de 25 años. Todos habían participado de un encuentro sobre el azud que terminó en una gresca sin piedad.
A Matías lo asesinaron de una puñalada por una “vieja disputa” con su agresor. “El Gramilla” tenía 25 años y el día que recibió el puntazo fatal caminaba con su hermano por Lope de Vega al 700. Las primeras atenciones en el Dispensario de Las Ferias no pudieron sortear una muerte segura.
Tres días antes, las sirenas de la Policía despertaron a los vecinos en la madrugada. Alexis recibió un disparo en el rostro cuando participaba de una reunión familiar en Tucumán al 1100. Su cuerpo resistió 28 años de una historia de marginalidad hasta que enfrentó la sentencia implacable de una bala.
El “Gordo” Julián era un pibe del barrio con demasiado tiempo para resguardarse en largas madrugadas. Habrían discutido por un celular y en calle Yapeyú al 100 se escuchó el eco del arma homicida.
Martín fue el número 7. Había llegado de Bahía Blanca y pasabas sus días de indigencia en una casucha de nylon y cartones que él mismo construyó. En Río Segundo al 1600 le dieron un golpe certero en la cabeza que decidió su suerte a los 54 años. Creen que hacía largas horas estaba muerto cuando hallaron su cuerpo. Nadie preguntó por él.
En los pasillos policiales se jactan de haber detenido a los presuntos homicidas de seis de las víctimas. Fue el resultado de pesquisas poco complejas para dilucidar la muerte con demasiados testigos, sin nada por esconder. El único homicidio impune fue el primero y pudo ratificar la profunda complicidad del narcotráfico con las fuerzas de seguridad en Río Cuarto. A Claudio Torres lo conocían como un capo de las drogas que nadie tocaba. Podía ostentar una vida de lujos millonarios ante la mirada complaciente de estructuras políticas y judiciales que solo se prometían “engancharlo” alguna vez. Cuando había una supuesta decisión de detenerlo, llegaron tarde. El hombre de rostro tosco y brazos tatuados había recibido 8 disparos frente a su vivienda en barrio Fénix. Iba a subir a un automóvil Audi A5 con pocos kilómetros cuando un sicario en las sombras le reveló cual sería su destino. La causa está en manos del fiscal Daniel Miralles y la semana que viene será derivada a Fernando Moine. En el expediente no hay imputados como autores materiales ni intelectuales del crimen mafioso. Cuando la causa adquiere un grado de complejidad la Justicia se muestra incapaz y lenta.
El juez Federal Carlos Ochoa debió apelar a fuerzas nacionales sin sede en Río Cuarto para garantizar la efectividad de los allanamientos. La condena a dos gendarmes por tráfico de estupefacientes, las sospechas sobre el ex segundo jefe de la Departamental Leonardo Hein y las filtraciones de la Policía Federal dejaron poco margen para confiar en las estructuras viciadas hasta el hueso. Los agentes fuertemente armados que rodean el Juzgado Federal en cada procedimiento cinematográfico de traslado de imputados solo tienen un rol de custodia.
El asesinato de Torres, en medio de una ola criminal sin precedentes, conmovió los cimientos de barro de las estructuras del poder. Mientras los vecinos se preguntan cuándo terminarán de caer los cuerpos, es hermético el silencio de los principales referentes del Estado y las fuerzas de seguridad. Nadie habla. Ni siquiera lo hacen cuando un ex jefe de Investigaciones sale esposado de su casa por su presunta complicidad con los narcos.
Las heridas del narcotráfico no aparecen en el discurso político de los dirigentes riocuartenses ni provinciales. Se especuló demasiado con el narcomenudeo y los peces gordos se muestran impunes en Facebook, como en una serie de televisión. En un año de campañas electorales viciadas por slogan publicitarios, los candidatos prefieren hablar de otra cosa y los funcionarios callar. “Hay que dejar actuar a la Justicia”, dicen en off the record, en un intento por eludir preguntas incómodas. En los barrios piden contención y una mayor presencia del Estado, mientras el resto de la sociedad se revela sorprendida pero indiferente. La inseguridad solo parece importar cuando los muertos son de clase media, el resto se reduce a la consecuencia de “un ajuste de cuentas” en el que “se matan entre ellos”. Son historias cargadas de segregación y sobre todo, de olvidos. Un lugar donde los responsables de tomar decisiones se sienten más cómodos y prefieren cerrar la boca. Es un silencio que asusta tanto como la violencia.