Así de libres

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Por Pablo Callejón Periodista

El miedo a veces es una expresión de deseo. Necesitamos que aparezca para saber a cuanto cotizan nuestras certezas, en qué lugar nos pensamos como arquitectos de un orgullo vanidoso y aburrido, que nos impide ser vulnerables a los otros y a nosotros mismos. Si alguna vez asumí la derrota como un botín de los sabios piratas, aprendí también que el miedo humaniza, te baja del pedestal pateando los soportes de la silla. Y sentado de culo pensás que el mundo te mira de reojo, con cínicos decididos a vaciar la estación donde los trenes nunca quieren volver.

Los miedos me devolvían en tics a la realidad. Desde chiquito me peino unas 250 veces el jopo para asegurar que siga apuntando al norte. Doy vuelta las llaves una y otra vez antes de salir y regreso del auto para subir y bajar el picaporte. No soy cabulero, dejé de leer el horóscopo y pienso al destino como un facilismo de falsos profetas. Sin embargo por miedo y exceso de precauciones, me permito evitar los gatos negros y nunca voy por debajo de una escalera.

De vez en cuando cierro los ojos un momento y me invento. A veces no me prefiero y tengo miedo. Cuando era un niño de piernas infinitas de flaco desairado me iba a la estación. En ese lugar vacío de guardas y pasajeros no había espacio para temores. Si apretabas los ojos lograbas percibir un silencio abrazador, impasible, de esos que calman las bocanadas de aire. Allí solo escapaba del miedo.
El miedo nos hace vulnerables. En cuotas moderadas es un tábano que nos impide relajarnos en las victorias. Es un desafío de callecitas oscuras y esquinas de faroles apagados, resueltos en el duelo que perdimos por no saber cuidarnos la intuición.
En la avaricia hay miedo. Hay quienes temen no alcanzarlo todo y otros, en no dejarles nada. Esos que siempre nos dan miedo.
En el rostro del asesino que tortura hay temor a que pierdan el miedo. Como señaló el juez Rafecas en su charla la Universidad, los genocidas buscaron deshumanizar a sus víctimas. Pero nunca pudieron hacerlo. Ni siquiera podían desprenderse de esa humanidad que los hacía capaces de violar, asesinar y desaparecer a quienes tenían un miedo valiente, natural, perceptible y humano. El miedo, como la resistencia, sobrevivió a esas salas de órdenes de mando. Y fue un miedo que impulso el coraje de no olvidarlos nunca.

El miedo que inhibe nunca sirve. Es un obstáculo que parece agigantarse hasta impedirnos ver. Nos deja en cuclillas, en esa pérdida permanente de nosotros mismos. Es la represión del derecho a mandar todo al carajo.
Y a veces tengo miedo si las veo llorar. Ruego que el dolor de mis hijas sea mío, que se transfiera como los dioses que les impuse de pequeñas. La vida les tiene reservados muchos dolores. También algunas soledades. Es un miedo primario, que siempre cede. Las niñas que no juegan a princesas se plantan pretensiosas a sus miedos. Y las muecas que antes fueron insolentes hoy relajan la ansiedad por viejos miedos.
Y esta vez te importa si hay olvido. No es casual que reprendas tu rosario de mala fe. La chica que se fue por 20 años te espera en un otoño de letras y café. Y te importa saber por qué lo hiciste y no hay miedo que pierda aquella apuesta. Ya no están los meses que no fuiste, ni los años en que no pudo llegar. Y es un miedo que ya pasó de moda, no puede al corazón, ni espera despedidas.

El miedo se expresa como una emoción desagradable de ansiedad, aunque asume un esquema adaptativo que permite la supervivencia. El miedo no es cobardía. Es la sensación de no sabernos invulnerables ni vivir en la pedantería de los idiotas. El miedo es a veces necesario. Y muchas veces desechable.
La construcción social del miedo tiene voces y voceros. Hay estrategias viscerales que promueven un miedo del otro hacia los otros. Es un miedo sin verdades. La Posverdad del miedo tiene la espectacularidad de los medios de comunicación. Es un miedo impostado, ficcional, que muchos creen. Un escenario que nos impone el miedo a nosotros mismos y a nuestros derechos. Subestiman nuestros miedos reales con falsas promesas de optimismos y son profetas de un mundo que nos excluyen. Cada vez que actúan, dan miedo.
El pánico y las predicciones apocalípticas son la mala consecuencia del miedo. La cornisa en la que perdimos el control. La sensación inmediata de lo peor en una indefensa reacción de nuestros miedos.

“No tengas miedo de amar, verterás lágrimas con amor o sin él” advertía la mujer que venció los miedos sociales en su boulevard de los sueños rotos. La cómplice tequilera de José Alberto, se construyó a sí misma. “México me enseñó a ser lo que soy, pero no con besos sino a patadas y a balazos. Me agarró y me dijo te voy a hacer una mujer en tierra de hombres y te voy a enseñar a cantar”, recordó Chavela con la lucidez de plantarle cara a un mundo de machos con su amor de lesbiana y cantora. Para ser libre supo que tenía que pagar el precio de la soledad. Ante los miedos en un país de cabrones, marcó los tiempos de una revolución con serenatas que doran la piel.
El miedo no logró vencerlas. Multiplicadas en racimos de una parra infinita de hojas verdes. El miedo a camillas frías, a sondas invasivas, de manos sucias, de salas oscuras. El miedo al final repentino, que sangra hasta vaciarlas, a la muerte oculta. Fue un miedo que alertó conciencias y ya nunca estuvieron solas. Fue el miedo que parió el coraje, las hizo legales entre leyes de un matriarcado de salón, con oficinas que huelen a burocracia. Y evolucionaron hasta superar el miedo. Aprendieron a reír como llora Chavela. Así de libres.

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