Por Pablo Callejón
De todos los personajes de Mafalda, siempre me identifiqué con Felipe. Ese soñador desgarbado, enamorado de las angustias que solo podía superar en la fantasía de un superhéroe subido a su córcel. Cuando ya había releído una y mil veces las historietas de Quino sobre el sillón de cuerina bordó y en la cama con el acolchado que me hacía estornudar, supe que Felipe era periodista. No el personaje, sino quien lo inspiró. Se trataba de Jorge Timossi, un reportero argentino – cubano, que falleció el 11 de mayo de 2011 de un infarto de miocardio. Tenía 75 años y vivía en la Habana que todavía tutelaba Fidel. El día de su muerte, el diario «Granma» destacó su «fecunda trayectoria profesional» en la que «se entregó al periodismo bajo el influjo de la Revolución cubana» y «legó páginas memorables a la prensa en el continente».
Timossi decidió adoptar la vida cubana tras ingresar en la mítica agencia estatal Prensa Latina.
La inspiración al personaje de Quino no fue solo de personalidad sino de rasgos físicos. El periodista tenía «dos graciosos dientes de conejito” y era un buen amigo, como lo fue el compañero despistado de Mafalda, la niña rebelde que anticipó la revolución feminista.
Como Felipe, prefería la fantasía para aliviar mis temores, demoraba las tareas aunque nunca dejaba de hacerlas y era displicente al caminar. Nunca pude quitarme esa facha de flaco desgarbado que de vez en cuando tropezaba con las baldozas mal colocadas. Aún hoy me caigo por adelantar el cuerpo a mis pies, por no saber sincronizar mis pasos. Soñar con Sandokan plantando cara a los ingleses en el Mediterráneo o convirtiéndome en el crack que gambeteaba hasta los jugadores propios me daba la ínfula que jamás obtendría al abrir los ojos. “Ya que no disfrute las historietas dejame disfrutar de mi angustia” le pedía un desconsolado Felipe a Mafalda. Creo que aún soy un poco así.
La fantasía me contenía de lo que nunca sería parte de mi vida. No se trataba del fracaso, ni siquiera de falta de rebeldía. Era cerrar los ojos y pensar que al menos así podría alcanzar la meta. No era indeciso como Felipe, pero me costaba dar batallas que no podía ganar. Con el tiempo aprendí que en realidad, uno a veces prefiere las derrotas.
Felipe pasaba por la casa de Muriel y se ponía rojo de vergüenza. Caminaba seguro de mirarla a los ojos, de recibir como un bálsamo a su enamoramiento el gesto de la más linda del barrio. Pero al pasar frente a su casa, transpiraba la polera gris y miraba al piso de la vereda vacía.
La niña más linda de la clase tenía un pantalón de corderoy y nunca me correspondía la mirada frente al comedor. A veces los sueños demoran tanto como la decisión de invitarla a charlar. Y entonces Felipe es solo una historieta de Quino y podés caminar seguro hacia la mesa del bar junto a la ventana, entre libros nuevos y aroma a granos de café.
Como su inspirador, Felipe tenía amor por la Justicia. Quería ser ingeniero, pero en la vida real era periodista de la revolución. Como todo buen héroe, era una persona vulnerable, impresionable y romántica. Podía subir decidido a esa montaña de piso agreste, en medio de una tormenta de nieve, con tigres feroces rodeando cada salida, antes de lanzarse al abismo sin más armas que su propio coraje. Y al abrir los ojos, caer del tobogán de la plaza para ir a la escuela, con el desgano de quien prefiere seguir en el sueño donde no es necesario esperar 20 años para robarle un beso.