Columna | Pablo Callejón
Por Pablo Callejón Periodista
Caminaba perdido desde hacía 48 horas y los vecinos habían dejado de temerle. Tenía los ojos sangrantes y los nudillos de la mano derecha raspados. Durante algunos minutos había golpeado el tapial a medio revocar con un ritmo aceitado por los nervios. La remera playera contenía los resabios de vómito y tierra y los pantalones conservaban un hedor a orina y transpiración. Como otros pibes del barrio, alguna vez tuvo padres, días de escuela, una pelota de fútbol y tardes de esquina, aliviadas por una cerveza tibia. A los 20 años, solo le quedaban su tía sexagenaria y un primo que le servía de bocina en sus vagas andanzas de raterismo. Una noche lo encontraron golpeado en el patio de una vivienda. Estaba casi desvanecido y un hilo de sangre rodeaba el moretón debajo de la boca. Había entrado a robar sin demasiado interès por las personas que lo esperaban con restos de manguera y tablas de una gruesa madera. La cárcel no era un lugar extraño para él, aunque esta vez podría enfrentar una pena de varios años por robo calificado, violación de domicilio y portación de armas. En el bolsillo derecho del jean aún conservaba un cuchillo tumbero con filo Tramontina. Ocho años intensivos de consumo de drogas barata lo habían convertido en un fantasma convaleciente, sin más rastro que la propia cercanía de la muerte.
El 12 de septiembre de 2013 el jefe de la división drogas, comisario Rafael Sosa, fue arrestado en su domicilio, acusado como máximo responsable de una asociación ilícita en la causa conocida como el “Narcoescándalo”. Tres años después, Sosa sería condenado por incumplimientos en su deberes de funcionario público y absuelto por los mayores cargos, por lo que recuperó la libertad. El desmantelamiento de la cúpula provincial de Drogas golpeó fuertemente en la gestión del entonces gobernador José Manuel De la Sota, quien tras reunirse con funcionarios de la DEA norteamericana anunció la creación de la Fuerza Polícial Antinarcóticos. El 4 de mayo del 2015 se presentó oficialmente al “cuerpo profesional especializado que integra el Sistema Provincial de Seguridad Pública con especial enfoque en el combate a la comercialización de estupefacientes a baja escala, conocido como narcomenudeo”.
Sustentado en escuchas telefónicas y una investigación de largos meses, el 9 de septiembre de 2015 dos gendarmes fueron detenidos en la Terminal de Río Cuarto cuando acompañaban a una mujer que retiraba un envoltorio con cocaína enviado desde Orán en Salta. Entre los implicados en la causa estaba Adrian Grich, un distribuidor de drogas que luego sería conocido como “El Avispón». Así lo llamaba el comisario Leonardo Hein, quien era segundo jefe de la Unidad Departamental de Policía y fue procesado, al borde del juicio oral, por las escuchas que revelaban sus contactos con Grich y los operativos para liberar el ingreso de drogas a la ciudad. Hein quedó implicado en la causa por el hallazgo de 28 kilos de cocaína que iban a ser trasladados desde Lomas de Zamora, en Buenos Aires, a Río Cuarto. Aunque nunca fue detenido, pareció el final de una carrera policial que lo tenía como un heredero natural de la jefatura en Río Cuarto.
Ese año, Córdoba aprobó la creación del fuero de Lucha contra el Narcotráfico para intentar lidiar con el narcomenudeo y la proliferación de quioscos. El objetivo era cubrir el espacio vacío que dejaban las fuerzas federales, más interesadas por los grandes operativos. El resultado, al menos en Río Cuarto, pareció más cercano a las advertencias que había lanzado el juez Federal Carlos Ochoa. Se desmanteló la División Drogas Peligrosas y la Fuerza Antinarcotráfico se convirtió en un brazo de la fiscalías provinciales, desplegando operativos cinematográficos para desbancar pequeños reductos de venta minorista. La Justicia Federal, bulímica de recursos humanos y logística, perdió protagonismo en la lucha antinarcotráfico y se esfumaron los anuncios por secuestros de grandes cantidades de drogas.
La Ley 23.737 formula condenas de entre 4 y 15 años de prisión por tenencia y comercialización de drogas y el fallo Arriola, dictado por la Corte Suprema de Justicia en agosto de 2008, buscó rechazar la persecución en los casos de consumo personal. Fue un paso fundamental, pero no resultó suficiente. El dictamen establece como requisito que el consumo no afecte a terceras personas y la tenencia debe contemplar la “escasa cantidad y demás circunstancias”.
Aunque el consumo de estupefacientes atraviesa todas las capas sociales, hay quienes encuentran recursos para confrontar sus adicciones y evitar la persecución penal, mientras los pibes en los barrios marginales quedan atrapados por un cerco de adicciones y vulnerabilidad, que los expone al delito, la cárcel y muchas veces, la muerte.
El Plan Provincial de Prevención y Asistencia de las Adicciones que oficializó el gobernador Juan Schiaretti en diciembre de 2016 apuntó, según la versión oficial, a la prevención y una red asistencial de adicciones que incluyó la habilitación de 35 centros en el interior provincial. En la región, hay centros preventivos en Achiras, Las Acequias y Baigorria y espacios asistenciales en Río Cuarto, General Deheza y La Carlota. La problemática desborda la estrategia oficial. Fiscales y jueces admiten que la droga emerge como una característica distintiva en la mayoría de los hechos delictivos.
Según un informe sobre desocupación de jóvenes en Córdoba, el Gran Córdoba y Río Cuarto, elaborado por el Instituto de Estudios sobre la Realidad Argentina y Latinoamericana (Ieral) de la Fundación Mediterránea, casi seis de cada 10 jóvenes tienen problemas de empleo e inserción social. De los 515 mil jóvenes de 18 a 24 años que hay en la provincia, 297 mil padecen dificultades sociolaborales, lo que representa el 58 por ciento de ese segmento etario. En ese porcentaje hay tres grupos: los jóvenes que no estudian, los que no trabajan ni buscan empleo, y los que tienen empleos informales. El drama social se expone con mayor dureza en los barrios donde las expectativas laborales se reducen a changas mal pagas y las detenciones preventivas les impiden llegar al trabajo.
La desigualdad profundiza el delito marginal. Los jóvenes adictos golpean a sus familiares o roban a sus propios vecinos, en un atajo desesperado que solo suma violencia. Las drogas llegan acompañadas por el uso irracional de armas ilegales y crímenes en riñas que enlutan una fiesta de cumpleaños ó las noches lejanas a los boliches de clase media. Es la muerte que desaparece en pocas horas de las portadas mediáticas y que solo llama la atención del resto de la sociedad si las balas pican cerca de las calles del centro.