* Por Pablo Callejón
Cuando entraba al aula y veía entre dos tizas a medio terminar la tapa acartonada de Rayuela jugaba a recordar en qué capítulo Moralista Horacio se perdía en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres, de todas las calles. La seño de ojos de mar nunca contaba los presentes ni marcaba en rojo a los ausentes. Solo apoyaba su brazo derecho en el escritorio de madera oscura y antes de dar la clase nos preguntaba que leímos ayer.
María Marta Marchini falleció en un accidente de tránsito el día en que los ruidos monótonos de la teletipo parecían digitar los latidos apresurados del corazón. Alguien en la radio habló de un roce fatal en plena ruta y citó su nombre. No quise escuchar más detalles. Como en el relato de García Márquez, me vi extraviado en la soledad del inmenso poder de la muerte. Con el tiempo aprendí que las ausencias no siempre son definitivas. Solo hay que saber engañar al olvido.
Un día le escribí un cuento tan real como el dolor de mis rodillas raspadas por la cal. En una tarde calurosa de domingo, Jorge Newbery de Rancul recibía al poderoso Ferro de Realicó en un duelo quijotesco para romper la hegemonía que se había impuesto en las semifinales de la Liga Roca. Estaba parado frente la línea divisoria del campo de juego cuando un pelotazo me quitó el handy de las manos y en el intento por no dejarlo caer me desplomé sobre el pasto lleno de ortigas. Por algunos segundos logré distraer la tensión que bordeaba la cancha, aunque hubiese rogado ser el único testigo de mi torpeza circense. Sin importarle mis fallas gramaticales, María Marta me miró a los ojos y me pidió que nunca dejara de escribir. Ese día callé por vergüenza, hubiese querido pedirle que jamás dejara de enseñarme.
Su infancia en el hall del Petit Hotel Colón con música incidental de un tren que ya pasó inspiraron a la niña que soñaba ser docente y a la maestra que olvidaba los aplazos. Con ella no había pruebas sorpresa ni gestos altivos para ordenar la clase. Todo transcurría bajo el dictamen del relato que nos sugería abordar.
Pocas vivencias me hicieron tan feliz como aquellas. Escasas ausencias me duelen tanto como la suya.
Como afirmaba Hemingway en su gesta de pescador solitario y heroico, lo que uno ama adquiere alma de mujer. Por eso frente a los pescadores más jóvenes, hablaba siempre de «la mar». De María Marta eran aquellas clases de literatura impregnadas de una brisa de ribera que se percibían similar al día anterior, aunque cada martes cambiara la sal de la marea.
Como sugerente tarea en el aula, las hojas del block de Rivadavia titulaban las aguafuertes de Arlt, la peste bubónica de la Argelia de Camus, las máscaras que definieron la memoria de fuego de Galeano, el triste, solitario y final de Phillipe Marlowe en la obra de Soriano y la apariencia de la ausencia, esa entelequia inexistente de la poesía de Olivero Girondo. Todavía las conservo como si aún fuera posible esperar el final del recreo y observar el libro que reposa en el mesón, entre dos tizas de colores.
Los antojos de la memoria y el engaño del tiempo transcurrido cedieron, una vez más, sus pesares del olvido. La biblioteca del colegio Dalmacio Veléz Sarsfield llevará como todo lo que amamos, un nombre con alma de mujer. María Marta será entonces la consecuencia de su propia obra. Y solo bastará con sentarnos frente a un pupitre y esperar que alguien nos pregunte que leímos ayer.