A 20 años de la muerte de Gilda, se estrenó en Río Cuarto la película protagonizada por Oreiro

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Telam – «Tengo un sueño, no será fácil», sentencia la protagonista en el trailer de «Gilda. No me arrepiento de este amor», el más compacto de los filmes nacionales estrenados en este 2015, que convierte a Natalia Oreiro en la cantante de cumbia Miriam Alejandra Bianchi, quien en cinco años, antes de su muerte en un accidente en el bus que la llevaba de gira, logró convertirse en figura idolatrada por cientos de miles de fans y para muchos de ellos, una santa.

El «no será fácil» es lo que la directora Lorena Muñoz también estuvo dispuesta a desafiar porque es típico de biopics (filmes biográficos) apoyarse principalmente en el parecido de los actores elegidos y en la indudable fuerza de la obra legada, incluso poniendo en riesgo el lenguaje del cine, es decir solo seguir un trazado cronológico regido por eso que todos, alguna vez, habían leído o visto a través de los medios periodísticos en su tiempo.

Muñoz, recordada por haber sido parte de «Yo no se que habrán hecho tus ojos» y tiempo después «Los próximos pasados» hace ya una década, fue quien tuvo la responsabilidad de elegir qué piezas de esa gran historia, la que acompaña a los artistas que perpetuaron sus temas musicales de generación en generación más allá de su ausencia física, y que se fueron prematuramente, podían ser las que sintetizaran una idea, la esencia de la cosa.

Y en «Gilda…», está la esencia de ese cuento que nunca conoceremos en forma fidedigna porque al reconstruirlo, y a diferencia de lo que puede lograr un documental, en este tipo de historias lo fundamental es que eso que (como sentenciaba «El principito» de Saint-Exupery) es invisible a los ojos, que en este caso se desprende de muchas de esas canciones que ya son parte del imaginario popular y acompañan tanto momentos de alegría como de tristeza.

El relato recurre a la elipsis, y comienza con una toma desde la parte superior del féretro de Gilda, colocando allí la mirada del espectador en dirección a la luneta trasera, que llora lluvia, y deja entrever a quienes gritan y apoyan las palmas de sus manos, tratando de aferrarse a quien ya no podrá cantarles más sus canciones de amor, de pasión, de desengaños, de felicidad interrumpida, y que convocan, inexorablemente, al recuerdo melancólico.

El cambio que Myriam estaba dispuesta a dar era impensado pero, sin embargo, ocurrió casi entre gallos y medianoche, cuando aquella maestra jardinera pura dulzura, casada con un hombre muy posesivo y con dos hijos pequeños, dio paso a la mujer que, simplemente, tuvo un rapto de lucidez implacable para hacer lo que realmente soñaba, porque lo que se no se hace en esta vida, es así de simple, no existe posibilidad alguna de hacerlo en otra.

Gilda, que antes de lo pensado y a pesar de tener que enfrentar no solo a su esposo sino también a la parte oscura de un negocio que prefería a mujeres exhuberantes vestidas con calzas ajustadas y brillosas, con letras algo pobres, sin excepción con pobreza rítmica, manejado por empresarios turbios y de armas tomar, es según la interpretación de Muñoz una mujer que solo mostraba felicidad cuando subía a un escenario.

Hay en todo este relato un profundo trabajo de guión a la hora de relacionar las letras de esas canciones con lo que Gilda vivía fuera del escenario y hay objetos que tendrán un papel protagónico en este devenir donde la felicidad que aparece es una ilusión circunstancial, demostrando que aquello dicho alguna vez por el uruguayo Eduardo Galeano de que «hay que vivir cada noche como si fuese la última, y cada amanecer como si fuese el primero», es pura verdad.

El filme de Muñoz logra el equilibrio justo entre la verdad y el mito, obviamente en la imagen espejada de los personajes y de esos lugares que eran su mundo, hay tensión de principio a fin en donde los temas musicales no matizan sino son son funcionales al relato, hay un gran trabajo de cámara y de fotografía, logrando que las expresiones de Oreiro sean parte de esa magia, el sonido como un protagonista más, y muy en especial un gran amor de los autores por su trabajo.

El protagonismo absoluto de Oreiro no resta peso a quienes la rodean, como Lautaro Delgado, Javier Drolas y Susana Pampin, su círculo íntimo lleno de contradicciones, la parte oscura resumida en los personajes encarnados por Roly Serrano y su lugarteniente Daniel Valenzuela, hasta las breves apariciones de Angela Torres y Daniel Melingo sobresalen por el peso que tienen tanto en el guión como en esos flashbacks que recuerdan alegrías y tristezas.

«Gilda. No me arrepiento de este amor» es, sin lugar a dudas, uno de los grandes filmes argentinos de los últimos tiempos y probablemente el mejor de esta temporada que ha dado propuestas taquilleras y de valor artístico pero que difícilmente alcancen este justo equilibrio entre arte e industria que es el soñado por mucha gente de cine, el que el espectador sabe agradecer, y marca en las carreras de Oreiro y Muñoz, un momento clave que, seguramente, será recordado.

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