Le preguntan a Serrat por esas personas que con una palabra o un apretón te hacen sentir como si uno acabara de nacer de nuevo.
La respuesta es motivante. Nada mejor, ni más necesario para ese disfrute que «mover el culo, salir, coincidir con ellos», aconseja el catalán.
Es que la amistad, como el poder, como el amor, se ejerce o se pierde, y de esas pasiones la humanidad echó mano para entretejer historias de toda laya.
¿Cuánto de su fama de sublime conquistador le debe el Gran Alejandro Magno a su amigo Hefestión?
Se sabe que en aquella época los amigos compartían algo más que las batallas y el vino. El amor los unía literalmente y las mujeres eran una compañía efímera entre tantas campañas.
Aquiles no había desenvainado aún su espada a favor de un rey que le merecía menos respeto que el sitiado enemigo troyano, hasta que Héctor en un error estratégico más grande que el caballo farsante, estimó que matar a Patroclo, íntimo de Aquiles, y despojarlo de sus armas lastimaría la moral de los invasores.
El error fue fatal para todos, incluso para Aquiles quien antes de que la flecha atravesara el tendón más famoso de la historia, se dio el gusto de matar al pobre Héctor y de arrastrar su cuerpo frente a su escarnecido pueblo durante cuatro días enteros.
Y si de amistad va la historia, pocos fueron tan afectos a los griegos como nuestro Borges, quien pese a su inmerecida fama de parquedad emocional, celebraba su amistad con Bioy Casares y la más íntima aún con Manuel Peyrou. Afectado por ese cariño, Georgie escribió versos dictados por el corazón: «Era el hermano a quien podemos, en la hora adversa, confiarle todo o, sin decirle nada, dejarle adivinar lo que no quiere confesar el orgullo».
Lo de Bioy era un caso excepcional. Parece que donde pisaba nacía una flor. Todos declamaban su amistad con el dandi de las letras. A Sábato y Borges, que declamaban su enemistad, lo único que los unía era el rechazo a Perón y el cariño por Bioy.
«La amistad, a diferencia del amor, puede prescindir de la frecuencia», justificaba Borges poco afecto a las visitas.
Sólo la admiración pudo amigar a dos tipos difíciles como Borges y Piazzola. Astor, debía su nombre al mejor amigo de su padre, Nonino. Ese homenaje a la amistad no caló demasiado en su espíritu y Astor sólo llegó a reconocer a un amigo entrañable, Aníbal Troilo, otro campeón de la bondad.
La mitología del tango es fértil en artistas famosos por su hosquedad. Uno de los mayores méritos de Gardel fue mantener su proverbial sonrisa a pesar de su sociedad con Alfredo Le Pera. El mejor poeta del tango parecía vivir con dolor de muelas.
Para muchos la mejor actuación del zorzal, pionero del videoclip, fue en Venezuela interpretando Tomo y Obligo. Gardel no fingía, la fuerza de su actuación se la daba el hartazgo que tenía con Le Pera, la Paramount, y la lluvia, en ese orden.
El primer poema de la humanidad tiene como tema central la amistad y la guerra y en el diario de mañana encontraremos alguna historia con un guión similar. Desde Gilgamesh en el 2500 antes de Cristo, hasta la última exhalación de la humanidad, estaremos conmovidos por la amistad.
La vida enseña que se puede querer aún a quien ya no es amigo. Lo contrario es pecado. Fingir amistad es hipocresía y ese bien podría ser el título de un capítulo entero en la novela negra de la amistad.
En Caterva, Juan Filloy advertía: «entrega tu amistad tácitamente. Hazlo con seres que coincidan contigo de manera definitiva. Recuérdalo bien: los peores enemigos son aquellos que fueron amigos eventuales, que conocieron tus fallas, defectos y debilidades porque irremisiblemente las explotará su canallería».
Don Juan conocía el secreto para transformar el plomo en oro y se lo revelaba a Otegui durante divertidas caminatas que cruzaban una y otra vez los meridianos de la Plaza Roca, entretejiendo en charlas de risa sostenida el arte, la música y los más carnosos chismes de la ciudad.
«Sin amistad no hay juego», esa era la gran fórmula del alquimista de tres siglos.
Jugar siempre jugar, no parar de jugar.