A 200 años de la Independencia, las comidas que todavía preparamos

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Guisos, puchero, pastelitos, empanadas, arroz con leche, mazamorra, humita y otras preparaciones típicas del Norte permanecen en la mesa de los argentinos desde los tiempos de la Independencia -y antes también-, cuando se comía mejor porque usaban muchos vegetales, como consta en el libro de de Juana Manuela, hija del general jujeño José Ignacio Gorriti, representante de Salta en el Congreso de Tucumán.

La expectativa de vida era entonces de dos o tres décadas menos que ahora, fundamentalmente porque no había antibióticos -la penicilina fue descubierta un siglo más tarde- y cualquier infección podía ser fatal, más si eran «en el triángulo de la muerte», zona de la cara que va de la parte alta de la nariz a la comisura de la boca, explicó el doctor Alberto Cormillot.

«Tampoco había vacunas salvo la antivariólica», que descubrió el boticario inglés Edward Jenner en 1796 y España envió al Virreinato del Río de la Plata entre 1802 y 1803, pero la alimentación era «mucho más saludable», afirmó el especialista.

Cormillot resaltó que las comidas tenían gran cantidad de «verduras, legumbres y frutas, se preparaban en las casas en porciones adecuadas a los comensales y se acompañaban con agua o alguna bebida con alcohol».

Hasta fines del siglo XIX no surgieron los frigoríficos y el salado para conservar las carnes, que así preparada de llamaba tasajo -diferente del charqui, que era sólo secado-, y que posiblemente causara «hipertensión, problemas cardíacos y accidentes cerebro vasculares.

La gente vivía hasta «los 40 o 50 años» por la falta de antibióticos y de métodos de asepsia en la práctica médica, que ejercían «curanderos, algebristas, comadronas y barberos cirujanos», a cuyo cargo estaban los partos, la aplicación de cataplasmas y ventosas, y también las sangrías para acelerar la circulación, explicó Cormillot, que apuntó también que «muchas veces desembocaban en la muerte».

Aunque el exceso de sal y las abundantes frituras seguramente causaban enfermedades, la comida era saludable por la abundancia de vegetales, frutas y carnes (pescado, pavos, pollos, gallinas, perdices, pichones, ranas, camarones, caracoles, cerdo, ovinos, vacunos y otras), en variadas preparaciones que Gorriti recopiló en su recetario «Cocina ecléctica» (Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1890).

La protagonista de «Juanamanuela mucha mujer» (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1980), el libro de ficción histórica de Martha Mercader, era hija de un unitario, por lo que su familia debió emigrar a Bolivia donde su esposo, Manuel Belzú, llegó a la presidencia por vía de las armas. Pero eso no le impidió desarrollar su pasión por la cocina mientras se ocupaba de temas políticos y culturales.

Sopas de todo tipo (crutones incluidos), purés de «alverjas», habas, lentejas y maíz, salsas, pastelitos (como las tartas actuales), papas rellenas, estofados, guisos (de mondongo también), croquetas, budines, tortillas, albóndigas, cazuelas, macarrones, embutidos, fiambres, sandwiches, carnes arrolladas, postres y hasta helados (los chinos los hacían siglos antes de Cristo) y el modo de prepararlos forman parte de la recopilación de recetas, todas con el debido crédito a sus autoras.

También hay variedad de ensaladas con lechuga, tomates, cebollas, papas, coliflor, acelga, paltas, alcachofas, espárragos, calabazas y repollo, con sus correspondientes aderezos.

Todo provenía mayoritariamente de huertas y corrales que tenían las casas y la carne vacuna de estancias «domésticas» en torno a la ciudades, que en principio vendían en cuartos de res y luego depostada, en carros de escasa higiene y en los mercados, como la leche y sus derivados.

La primera carnicería porteña, dicen, funcionó en 1815 en la esquina actual de Balcarce e Hipólito Yrigoyen.

La conservación de carnes y embutidos era aún un problema que se mitigaba con especias para demorar la descomposición y disimular el gusto y olor. Juana Manuela aconsejaba ponerlas a secar lejos de la cocina para que no tomen sabor ahumado, «tan desagradable al paladar fino, como agradable a la gente vulgar». Ahora hay productos para adicionarlo de manera artificial.

En cuanto a las bebidas, además del agua y el vino -San Martín era gran conocedor y prefería los mendocinos a los euopeos- había chicha, ron, aguardiente, coñac, ponche y, para colaciones o sobremesa, café, té, mate y chocolate.

El tabaco, que los indígenas americanos consumían de múltiples formas, esparcían sobre campos y embarazadas invocando buenos augurios y los conquistadores llevaron a Europa -a uno le valió un juicio de la Inquisición porque sólo un poseído podía «echar humo por la nariz»-, también se usaba en esos tiempos, en cigarros o rapé (molido), aunque sin la incidencia actual, dijo Cormillot.

Respecto a la alimentación saludable, además del beneficio por su variedad esas comidas caseras se servían en cantidades «apropiadas a cada comensal y no eran tan abundantes como las preparadas por terceros, que compiten por quién ofrece la porción más grande», señaló Cormillot, como también apuntaba Juana Manuela Gorriti en su recetario del siglo XIX.
(Telam)

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