Telam – “Sólo quiero llevar a mi familia a un lugar seguro para volver a empezar”, dice Yousef Rousol, un refugiado sirio que esperaba hoy junto a sus cuatro hijos y esposa en la estación Westbahnhof de Viena, Austria, para abordar un tren que los llevaría a Múnich, Alemania, destino de la marea humana que estos días está alcanzando el corazón de Europa en busca de un futuro mejor.
Desde el domingo, miles de familias como la de Yousef, hombres en su mayoría jóvenes y mujeres, han llegado hasta Alemania.
No se sabe muy bien el número, pero las cifras hablan de unas 24.000 personas. Lo que está claro es que, aunque en menor medida, la sangría continúa y no se sabe cuándo va a cesar.
La peligrosa travesía suele comenzar en Turquía, donde actualmente se concentran unos 2 millones de refugiados sirios -aunque también hay iraquíes y afganos-, y pasa por Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría y Austria.
Se suben a un bote en las costas turca, llegan a una isla griega, y ahí comienza el periplo, el éxodo a pie, en colectivo y ahora en tren, gracias al impacto mundial que tuvo la imagen de un niño sirio que se ahogó en la costa de Turquía.
Corren las primeras horas de la tarde y los voluntarios de la estación de Viena ya intentaron subir a los refugiados a distintos trenes, pero Yousef y su familia siguen ahí en el andén. Están algo nerviosos, aunque no se desesperan, confían en estos austríacos -muchos jóvenes-, que les han dado comida, bebida y les ofrecen abrigo.
“Ya salieron tres trenes con unas 500 personas y a lo largo del día vamos llevando a los que siguen llegando desde Budapest. En cada tren que circula se habilitan vagones para los refugiados”, explica a esta enviada de Télam Asuna Hendau, una joven voluntaria austríaca de origen egipcio.
Mohamed es sirio y llegó a Viena hace seis meses por el mimo camino que los miles de refugiados que arribaron en los últimos días. “En total pagué 4.500 euros a las mafias”, asegura este hombre de 33 años que se ofrece de intérprete.
Mientras se acerca a Yousef y a otro hombre que también viaja con su familia, Mohamed exclama con una sonrisa: “Son sirios, los reconozco por los ojos: gritan libertad”.
Han perdido todo, arriesgado sus vidas y pese a la alegría de sentirse con un pie en la “tierra prometida”, los refugiados aún no están tranquilos.
“Todavía siento el miedo en el cuerpo por lo que nos pasó en Hungría, pero ahora creo que estamos mejor que antes porque llegamos a un buen país”, sostiene Yousef, sin quitarle el ojo de encima a sus hijos, que juegan al borde del andén.
Cuenta que tras cruzar la frontera de Serbia con Hungría, él y su familia estuvieron tres días encerrados sin recibir comida y bajo presión de los guardias que los golpearon porque querían tomarles las huellas dactilares, algo a lo que ellos se resistían por el temor a tener que tramitar su asilo allí y no en Alemania, que es donde quieren ir.
“Nos trataron como animales, fue humillante”, sostiene Yousef, mientras a su lado su hijo mayor, de 15 años, dice que a él lo golpearon con porras.
El último viaje de esta familia fue de 45 días, pero la huida comenzó mucho tiempo atrás, cuando en 2011 dejaron Siria por el Líbano. “Estaba embarazada y las bombas me estaban volviendo loca, tenía miedo de perder el bebé”, cuenta la esposa de Yousef.
Intentaron buscar asilo en el Líbano, pero después de tres años los rechazaron. “La guerra en Siria continuaba y no teníamos perspectivas de volver, entonces entendí que no teníamos otra salida que partir hacía Europa”, relata este padre de familia.
“No quiero que me den caridad, sólo quiero empezar otra vez, poder trabajar, vivir en paz y darles a mis hijos la posibilidad de estudiar. En Daría, donde vivíamos, hacia trabajos de electromecánica, y teníamos una buena vida”, subraya Yousef.
La hija de 13 años sigue atenta las palabras de su padre. Lleva jeans, un buzo gris y una pequeña mochila. Consultada sobre si perdió muchas cosas en el camino, rresponde con los ojos brillantes: “Sí, pero no me importa, nada es más importante que estar con mi familia”.
Son las 18 hora local y en poco saldrá un tren directo hacia Munich. Otra familia siria, integrada por cinco adultos y dos niños, sigue las directrices de Wedad el-Tehes, una mujer robusta y con carácter, que permanece firme como una estatua junto a unos bolsos.
“En Hungría la policía nos decía que en Austria y Alemania no nos querían, pero no les creemos”, remarca Wedad, entusiasmada con la posibilidad de subirse al tren.
Ellos, como mucho otros refugiados, también sufrieron la hostilidad de las autoridades húngaras: “Nos encerraron, nos hicieron pasar hambre, nos dejaron bajo la lluvia, con frío, y luego en tres ocasiones nos engañaron diciendo que nos llevarían a la frontera para después volver a encerrarnos. Fue una tortura”, subraya Wedad. No todos resisten el duro viaje y la presión de la incertidumbre de la misma manera.
Al subir al tren, que en cuatro horas los dejará en Múnich, los más veteranos y los niños caen rendidos por el agotamiento, mientras los más jóvenes, cuya travesía desde Turquía suele ser más corta, de entre 15 y 25 días, mantienen el ánimo un poco más alto y se atreven a soñar.
«Soy médico pero tengo que terminar mis estudios. También soy profesor de tenis, y me gustaría poder enseñar acá en Alemania», dice Hasan Bahmei, un sirio de 22 años.
Hasan, que ahora comparte asiento con una bella joven iraní, hizo todo el viaje junto a otros tres amigos. Uno de ellos, Abdelrahman, asegura que quiere estudiar inglés y trabajar, y Wasef no tiene muchas pretensiones laborales: «Trabajaré de lo que sea, pero también quiero jugar al fútbol», subraya.
A punto de llegar a Munich, Ameer Aldrees pregunta si podrá elegir una ciudad en donde vivir o se podría ir más lejos. «Me gustaría seguir hasta Noruega», sostiene con timidez.
«También quisiera estudiar medicina e ingeniería», apunta. En definitiva, «un futuro mejor, nada más», remarca, antes de que un altavoz anuncie la llegada a Munich, la estación de la esperanza.