«Auce por acción y Gutiérrez por omisión, estuvieron acusados por un delito cometido en el mismo centro de reclusión donde jóvenes contraventores acusados de merodeo pasan días -y a veces semanas- detenidos sin juicio previo…»
Opinión (*)
Las leyes son normas que regulan la convivencia social. Refieren a obligaciones comunes y definen sanciones para quienes la quebrantan. El objetivo es que las conductas individuales ó colectivas no perjudiquen el derecho de otros, reguladas bajo un esquema de valores. Su carácter general exige que todos deban cumplirlas y estén expuestos a las mismas penas si no lo hacen. Ese ideal abstracto confronta con la realidad de cada estrado judicial. Son legisladores –diputados y senadores- quienes crean las leyes y fiscales y jueces los encargados de ejecutarlas. Se trata de hombres y mujeres de una misma comunidad, con su grado de idoneidad y formación social, ideológica y moral, quienes resuelven el destino inmediato de los que enfrentan el banquillo de los acusados. Friedrich Nietzche advertía, sin embargo, en su noción de la justicia que «los hombres no son iguales”.
El ideario normativo y su aplicación forman parte de un sistema condicionado por tiempos políticos, culturales y sociales. Los ciudadanos que ponen en debate a todos los órdenes de poder –políticos, educativos, de seguridad, periodísticos ó de culto-, han puesto el foco en ese mandato de que el juez solo habla por sus sentencias y exigen un debate colectivo que pocos se animan a dar en Tribunales. La incorporación de los jurados populares apuntó a sumar la mirada del ciudadano común, en un intento por agregarle credibilidad a los fallos y limitar la discrecionalidad de un magistrado ó tribunal. Fue una decisión política que aún hoy divide pensamientos en los pasillos judiciales. La interpelación social es una situación incómoda para quienes están habituados a juzgar, sin ser juzgados.
La amarga sensación que dejó el acuerdo entre partes en el juicio por el “Escándalo de la Alcaidía” reflotó el debate entre lo conveniente y la conveniencia de una decisión judicial que no puede cuestionarse desde su legalidad, sino por lo procedente del acuerdo. Un ex policía admite que le vendió alcohol y psicofármacos a detenidos por contravenciones para que vivan una noche de adicciones en un pabellón de la jefatura de la Unidad Departamental y todo estalla cuando una de las detenidas es derivada de urgencia al Hospital, en un estado de inconsciencia porque “se había pasado de pastillas”.
Los oficiales Auce y Gutiérrez no tenían antecedentes, se presentaron ante la Justicia cada vez que fueron requeridos. Lo hicieron porque tenían garantizada la libertad durante la instrucción y el beneficio del juicio abreviado era una redituable opción.
El reconocimiento del increíble episodio y el presunto arrepentimiento sustentaron una pena leve y excarcelable. Un tirón de orejas y poco más. Los jurados populares se retiraron del recinto sin decir una palabra.
Aquella alocada fiesta en el lugar más custodiado de la ciudad derivó meses después en un cambio de la cúpula policial y reformas en las celdas. Auce fue desafectado de la fuerza y Gutiérrez goza hoy de una jubilación. Para el fiscal Julio Rivero, quien realizó la investigación que determinó las acusaciones y luego pactó con los abogados defensores, las responsabilidades del aberrante hecho terminaron en los dos imputados.
Auce por acción y Gutiérrez por omisión, estuvieron acusados por un delito cometido en el mismo centro de reclusión donde jóvenes contraventores acusados de merodeo pasan días -y a veces semanas- detenidos sin juicio previo. El pedido de pena de Rivero no tenía por qué compensar esa injusticia normativa, pero despierta un nuevo capítulo de ese estado de debate sobre la ecuanimidad de las leyes y su ejecución.
El mismo fiscal había solicitado tras la feria judicial una pena de 4 años de prisión efectiva para un hombre acusado de vender droga en reiteradas oportunidades a varias personas, en su domicilio de Isabel La Católica 660, de Banda Norte.
La probabilidad de que otras instancias judiciales corrijan eventuales falencias no ofrece garantías absolutas. La muerte de la docente Elba Scoppa es un ejemplo a profundizar. Dos veces juzgaron al carpintero “Tito” Rozzi, a pesar de que fue víctima de pruebas plantadas y en ambas situaciones fue absuelto. Ese acto de Justicia contrastó con sus consecuencias posteriores. En las sentencias, los jueces pidieron que se designara a una fiscalía que profundizara la investigación y se esclareciera la situación del otro sospechoso: Martín Guarino. Nada sucedió. Rozzi sufrió el desgaste emocional de dos procesos judiciales y falleció poco después, mientras Guarino se encuentra actualmente detenido por otro homicidio similar cometido este año en La Carlota, donde la víctima era una docente jubilada que habría sido ultimada por un móvil análogo al de Scoppa: el robo de dinero para paliar la adicción al juego del presunto homicida.
Otro motivo de debate en una semana cargada de polémicas judiciales fue la condena al periodista Hernán Vaca Narvaja, a quien se lo acusa de haber afectado la moral de los Macarrón en sus notas periodísticas por el crimen de Nora Dalmasso. El planteo de los presuntos damnificados avalado por la sentencia de la jueza Rita Freire y ratificado por la Cámara Civil Primera, desnuda una mirada parcial sobre el modo en que el vocero de la familia Macarrón, sus abogados y las fuentes judiciales revelaron los datos que emergían de la investigación judicial. La presunción de que fue el periodista y su revista El Sur la razón de que se conocerían datos presuntamente íntimos de la vida de los denunciantes es desconocer el contexto en el que se desarrolló la causa y deslegitimar la información suponiendo un disvalor en la construcción periodística del hecho.
La ecuanimidad judicial se ha revelado como una búsqueda compleja que confronta a cada paso con la naturaleza de los que deben ponerla en práctica. No es casual que sean cada vez más las voces en la propia Justicia que alertan sobre cárceles repletas de jóvenes, pobres y con baja instrucción social, mientras los acusados con recursos económicos apelan a letrados con capacidad para embarrar la cancha, dilatar los tiempos y acentuar las dudas insuperables de las investigaciones.
En tiempos del Far West, Roy Bean, el magistrado del film «El juez de la Horca», advertía: «La Justicia no es la Ley, la Justicia es el hombre».
Y aunque unos y otros recurrimos a los mismos tribunales, regidos por un mismo Código y bajo el anhelo de una sociedad de iguales, algunos parecen más iguales que otros. Y esa, es la Justicia del hombre.
(*) Por Pablo Callejon
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