El pasado 10 de diciembre se cumplieron 30 años de la asunción de Raúl Alfonsín a la presidencia luego de la esperada restauración Democrática, pero el aniversario sorprendió a los argentinos sin ánimos de festejo, al menos a la mayoría. La conmemoración, aparecía en sí misma como una contradicción; si la Democracia es, entre otras definiciones, la alternancia de gobiernos sin uso de la fuerza, sin derramamiento de sangre, el 30 aniversario nos encontró con al menos trece muertos por enfrentamientos, centenares de heridos y detenidos, vecinos armados contra vecinos, y con los garantes de la seguridad pública acuartelados.
El conflicto iniciado en Córdoba tuvo efecto contagio no solo entre las fuerzas policiales de otras provincias que adoptaron la misma modalidad de reclamo, sino también hacia otros trabajadores del sector público que desde hace meses protestan por la recomposición de los salarios que hace tiempo perdieron capacidad de compra, porque se calcularon sobre índices de precios falsos, pese a que los dirigentes se muestren sorprendidos y declaren no haber dimensionado la magnitud del conflicto una vez que ya había explotado.
Con el correr de las horas, las más difíciles de los últimos años, fueron llegando los acuerdos salariales y los efectivos de Gendarmería. Días después, denuncias contra la policía por extorsión y sedición, y un proyecto de ley que promete sancionar con prisión efectiva, en caso de que existiesen incidentes futuros, a los integrantes de las fuerzas que abandonen sus actos de servicio a los que se encuentran obligados a cumplir.
La provincia le reprochó a la Nación la demora en el envío de efectivos de Gendarmería, y la Nación replicó que nunca recibió un pedido formal. Pero a esta altura, queda claro que no fueron solo los Gendarmes los que se hicieron esperar, sino que las pronunciaciones políticas fueron las que sonaron aún más tardías e insuficientes. Ni los analistas osaron arriesgar cuál de las instancias de gobierno había sacado más redito en la dilatación del conflicto, porque las chicanas entre funcionarios sonaban a vulgaridad.
Ahí, donde la sociedad quedó acorralada en la indefensión se rompió la esencia misma del contrato social como génesis del Estado, ese aparato invisible y omnipresente al que los ciudadanos le cedimos un margen de libertad para subordinarla a un poder público y a un sistema jurídico, que no supo, no quiso, o no pudo reemplazar a la ley del más fuerte, cuando la sociedad ya había pagado con aquello a lo que él estaba obligado a garantizar; la protección de las vidas humanas y de la propiedad privada.
Marina Ojeda
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