Francisco marca una nueva tendencia: la de acompañar con la misericordia y aceptar a los “heridos sociales”, los homosexuales y las mujeres que abortan. El desafío de superar la rigidez eclesiástica.
A seis meses de ser elegido Papa, no hay dudas de que Francisco comenzó una revolución en la Iglesia. Y como aquellas revoluciones pacíficas que se hacen sin disparar un solo tiro, Jorge Bergoglio lleva adelante la suya sin cambiar-al menos hasta ahora- una sola coma de la doctrina.
Porque la revolución que se propuso es si se quiere cultural, fundamentalmente actitudinal. O sea, dejar atrás un extendido espíritu inquisitorial, culposo, triste y reglamentarista (léase un catálogo de prohibiciones) del catolicismo, macerado durante siglos, para colocar en el centro la esencia del Evangelio: el amor, y así privilegiar la cercanía a la gente y la comprensión.
Es cierto -dicho en términos bien terrenales- que Francisco está procurando que la Iglesia deje de ser una máquina de expulsar fieles, sea porque se sienten desencantados, sea porque se sienten “ilegales”. O, en todo caso, intentando acercar a los bautizados que creen a su manera sin importarles lo que dicen los curas.
Fuente Clarín