El filme de los Coen, artistas mimados por el festival desde sus comienzos con «Simplemente sangre» hace casi tres décadas toma una semana en la vida de un cantante de folk estadounidense que se inicia en el recorrido de lugares donde presentar sus temas después de haber integrado un grupo.
Es la década del 60, donde todavía hay muchos esquemas por romper y cuando todavía la mecánica de la música no masiva, seguía teniendo los cánones de mediados del siglo XX, es decir, un crecimiento sujeto al talento y a la suerte, de poder hacer los temas en ese momento y lugar donde pegar el salto.
En el Greenwich Village neoyorquino, Llewyn Davis es un joven tranquilo que ya carga una pequeña historia en su mochila, de amores y canciones, de un hijo a lo lejos, de deambular de aquí para allí con un tono desafiante para nada condescendiente, seguro que el de otros jóvenes como él que lograrían lo que buscaban a poco de iniciar el camino.
Es que Llewyn Davis, como esas criaturas tan amadas por los hermanos Coen, es un perdedor, un «looser» querible, que hace lo que quiere, se inquieta cuando se detiene, salta ventanas, corre al gato de un conocido por la calle creyendo que podrá recuperarlo, discute con otra gente, y sueña con que un día un gran productor le sonría y le diga «eso es lo que estaba buscando”. Pero no, eso al menos sen esa semana no ocurre.
Llewyn Davis es un solitario empedernido, a veces patético, a veces querible, y otras simplemente alguien que quiere sobrevivir sin transar en un mundo donde casi todos lo hacen sin culpa alguna.