Parecía cansado, con la voz somnolienta y apagada. Alejandra no consideró extraña la comunicación. Lo hubiese preferido junto a ella, pero no se alarmó. Nicolás quería seguir durmiendo en la habitación de la quinta. Eso fue lo que escuchó. Lo último que supo de él.
El 14 de septiembre del 2008, Nicolás envió un mensaje de texto a su hermano Federico para pedirle que le cargara una tarjeta a su teléfono. Ese día realizó dos llamadas: a su novia adolescente y a Lucía Vargas, “la hija del Pepe”. Era un galancito y se ufanaba de ello. El retraso de maduración lo exponía rebelde y ganador. En la quinta de los Vargas modificó su vida hasta que lo sacudió la ausencia.
Nicolás también se mostraba como un pibe influenciable, cariñoso, útil. Hasta los remiseros que lo trasladaban de un lugar a otro, en extraños paseos hacia ninguna parte, quisieron sacar provecho de su desaparición. Tipos con prontuario que extorsionaban a la suerte y el desconcierto judicial.
La pesadumbre de una muerte no probada es para la familia un final que se escurre insolente. No hay desenlace sin cuerpo, sin culpables, sin certezas, sin Justicia.
Nico desapareció en primavera, la estación en la que los jóvenes se apropian de los espacios propios y ajenos. Para su madre, septiembre solo reaviva el luto.
Como otras madres del dolor, Rosa se convirtió en investigadora, abogada y postal de resistencia. La noche fue una excusa cada vez que la madrugada la encontró frente a su computadora buscando datos reveladores de una causa estancada por la desidia judicial y el reparo oscuro que otorgan los años.
El tiempo que los funcionarios judiciales entregaron a búsquedas infructuosas de un joven caprichoso que escapaba de los límites de sus padres, fue el que ganaron los culpables de su ausencia. Nicolás no aparece, ni muerto ni vivo. Es un desaparecido bajo un régimen democrático. Nadie sabe de él y los que saben, nada dicen.
Una investigación dilapidada en pasos en falso se escurrió en imputaciones con acusados libres. La causa se encuentra estancada en pericias que a tres años de la desaparición resultan apenas actos voluntariosos.
En el último allanamiento a la quinta de los Vargas, donde Nicolás fue visto por última vez y realizó las llamadas telefónicas, se encontraron calendarios con guardias policiales, algunos símbolos de religiosidad sectaria y una bolsa con bolitas de vidrio. Nicolás conservaba sus juguetes como patrimonio de la infancia a la que no podía escapar.
La presunta comercialización de drogas como principal causa para que alguien dispusiera asesinar a Nicolás se sustenta en testimonios parciales y la íntima convicción de Rosa.
En los sumarios judiciales surge que al joven lo asesinaron, sus restos fueron descuartizados y luego los ocultaron hasta la extinción. Se dice que lo mataron ex dealers devenidos en propietarios de una quinta entre la ciudad y la nada. Se afirma que tuvieron alguna cobertura policial y que siempre dispusieron del tiempo para que nada se conozca. Todo lo que se manifestó está escrito en fojas interminables de un expediente que no cabe en la mesa del fiscal.
Rosa Sabena es también Dora Avila, Rosa Arias, Víctor Flores, Augusto Luchini, Silvia Noriega y Amado Mansilla. Es la muerte de nuestros chicos, impune ó resuelta desde la tragedia.
El ruego de Rosa no debería verse como postal solitaria de su compromiso de madre. Nicolás es una carga dolorosa en la memoria colectiva, ahora y siempre.
Por Pablo Callejón (callejonpablo@yahoo.com.ar)
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