La realidad por la que atraviesa el país a nivel institucional, está produciendo trastornos y cambios en el estado de ánimo muchos argentinos y en nuestra ciudad en particular. Esta decepción que se manifiesta como impotencia ante los escenarios que se presentan, tendría que encontrar sólo como destinatario a quien lo padece. Sin embargo se volcó hacia fuera, hacia la opinión pública, quien marcó una tendencia franca hacia cierta inoperancia y el titubeo que muestran quienes tienen la responsabilidad de juzgarnos. Estoy refiriéndome a la evolución, en nuestra ciudad, del proceso judicial conocido por todos sobre el crimen de Villa Golf. Creemos que la consternación es profunda. Creemos también que todas las acciones muestran una clara necesidad de ser posteriormente evaluadas por organismos superiores de justicia, o por alguien que tome nota de lo mucho que se ha incrementado la insensibilidad pública ante el dolor ajeno.
Existe además entre algunos sectores político-judiciales un ocultamiento de su responsabilidad que, si no fuera por su gravedad, causaría risa por lo ridícula. Son actores que como en un juego desleal, parecen querer actuar como siempre, disolviendo su responsabilidad y adjudicándosela al otro, pero el proceso se ha tornado vertiginoso, los tiempos se van acortando. Coincido con Hannah Arendt que llamó la banalidad del mal, y del que yo extraigo como: insignificancia al mal. Es cuando el “folio” del expediente de turno toma el lugar central en la historia y el ser humano desaparece como núcleo de preocupación. Allí comienza la ficción. Es que la sociedad se rige por un grupo que subordina la justicia a la política, la política a la economía, haciendo de las personas sólo factores para encasillarlas. Ellos, lo decimos entre comillas, «hacen su trabajo», y al hacerlo no pueden empatizar con el pensamiento del otro. “Es un proceso de verdadera alienación de las clases con el poder y de des-subjetivización compartida”, dice Bleichmar. Creo que está siempre latente ese pensamiento de no caer en el temor a transgredir lo instituido, como la necesidad de no quedar atrapado en un discurso moderado, políticamente correcto. Y lo políticamente correcto es, en muchos casos, profundamente hipócrita y mentiroso. Lo políticamente correcto oculta siempre un prejuicio. Es lo terrible de la clase política y judicial, en la medida en que cede su capacidad de pensar a programas informáticos, como una alienación de los sectores dominantes que son los que proyectan la deshumanización social. Es como si un hombre pagara la casa que ha construido para vivir con la familia, dejando morir de hambre a los hijos. Es una pérdida total del sentido. Es como si el expediente se independizara totalmente de los seres por los que se confeccionó.
Pareciera que en estos escenarios confusos donde no terminan de dar fin a un resultado que se prolonga, y se instala en el “Código Borgeano” de lo atemporal, genera la sensación de que la realidad se mezcla con la ficción, ya que no se produce lo que cada sujeto tiene derecho de recibir: respuestas claras a los hechos que lastiman la construcción de la ciudadanía., necesidad de encontrar respuestas válidas a hechos delictivos como el caso García Belsunce y el que nos toca desde nuestra región.
Es como un arroyo que busca su cauce, el tema es si encuentra su cauce o se desborda por cualquier lado. Para que el arroyo siga su cauce tiene que encontrar firmeza, formas de circulación más orgánicas. Las que existen hasta ahora se expresan de manera aislada y aún no logran armarlo. “Nadie alcanza el grado de la verdad hasta que mil personas honestas hayan testimoniado quien es el hereje y quien el fariseo”(Junaid de Bagdad)
Lic Elena Farah
Dr. Eduardo Medina Bisiach